sábado, 15 de octubre de 2016

INFANCIA


Burgos (Castilla), 25 de junio de 1512

-Desusada cortesía es esta por vuestra parte, majestad, que no recuerdo haberos confesado nunca.

-Y recordáis bien, monseñor, que únicamente fuisteis confesor de mi esposa, la reina Isabel, que Dios tenga en su seno.

-¿Tan grandes pecados tenéis de los que acusaros, majestad?

-¿Y qué rey no los tiene? ¿No los tenía Isabel acaso? ¿No guardó siempre recelo por haber tenido que apartar del trono primero a su hermano Alfonso y luego a su sobrina Juana, que era la legítima heredera de Castilla?

-Lo que me reveló en confesión no puedo discutirlo con vos, don Fernando. Pero si ha llegado la hora del dolor de contrición recordad cómo alcanzásteis vos el trono de Aragón siendo como érais nada más que un segundón, pues toda la gloria le correspondía a vuestro hermanastro, el primogénito Carlos, príncipe de Viana.

-¡Oh! ¿Y acaso no tiene ya toda la gloria, fray Francisco? La Gloria eterna, nada menos...

-En cualquier caso esos pecados son ya viejos, majestad. Dios habrá de juzgarlos un día, y conviene que estéis preparado para su inapelable sentencia, como lo estaba doña Isabel...

-No os preocupéis, que siempre tengo muchos nuevos para incrementar mi culpa, monseñor. Por eso os he hecho llamar a vos, el cardenal primado de las Españas, don Francisco Ximenez de Cisneros. Porque un rey como yo no puede descargar su conciencia con un simple párroco.

-Dios escucha incluso al más humilde de sus siervos, majestad.

-Dios hace tiempo que debió dejar de escucharme. Y tampoco me importa demasiado, que puesto que yo soy su representante en la Tierra, siempre he sabido interpretar sus designios mejor que nadie.

-Pero majestad, el Papa...

-¡El Papa está en Roma y hará, como de costumbre lo que yo le diga o aquello por lo que yo le pague! Está muy lejos por tanto de estos dominios nuestros. Sí: nuestros, que vos ya habéis sido regente una vez, y volveréis a serlo si es que me sobrevivís.

-Siempre he creído que lo que Castilla quiere, es lo que Dios desea.

-Pues ahora Castilla quiere apoderarse de Navarra, monseñor.

-Pero es un reino cristiano, majestad.

-Cristiano o no está en tratos con el francés. Sus mismos reyes, mis sobrinos Catalina y Juan son franceses. Hora va siendo ya de arreglar ese sindiós.

-Tampoco vos sois navarro, don Fernando, que nacisteis en la villa de Sos...

-Sí, allí me llevaron a nacer para clavar el primer clavo del ataud de mi hermanastro Carlos de Viana, porque mis padres vieron muy claro que si me hacían nacer aragonés, podría luego reclamar el trono con mayor derecho. Pero lo cierto es que me crié en Navarra. En Sangüesa concretamente. Y todos mis recuerdos de infancia están unidos a esa hermosa ciudad. De eso precisamente quería hablaros.


-Empezad  pues vuestra confesión, majestad...

-Como os digo, viví hasta  los diez años en el palacio que los reyes de Navarra tienen junto a la rúa mayor, pues mi madre quería tener siempre cerca la frontera por si los beaumonteses se acercaban demasiado a nuestra residencia.

-Pero tengo entendido que esos beaumonteses son ahora vuestros aliados, ¿no es cierto?

-Sí, monseñor. Mi padre me enseñó muy bien cómo tener sujetos a los reinos: dividiéndolos a posta. De esa forma, mientras él favorecía a los agramonteses, yo me atraje a sus enemigos beaumonteses en cuanto crecí, así podíamos jugar con la misma baraja sin que ellos ni se dieran cuenta de nuestro juego. Pero no he venido a daros una lección de política, monseñor. Sólo a decir, por una vez siquiera, la verdad. No quiero conquistar Navarra por dar mayor honor o seguridad a Castilla o a Aragón, ni por mayor gloria de la Iglesia, que he conseguido que declare herejes a Juan y Catalina a cambio de abundantes ducados y excelentes de oro. No. Se trata exclusivamente de algo personal...

-Vos diréis, majestad.

-Aprendí en Sangüesa mis primeras letras, recé arrodillado en San Francisco o en el Salvador mis primeras oraciones -quizás las únicas sinceras-, aprendí estrategia bélica a pedradas a orillas del Aragón y me escape a caballo hasta San Adrián de Vadoluengo sin que lo supieran mis guardas o mi madre. En nada se me distinguía de un muchacho normal, porque me gustaba mezclarme con ellos, al fin y al cabo, como vos mismo habéis dicho, yo no era más que un segundón, llamado a no ser nada más que la sombra de mi hermanastro.
El caso es que un día, mientras lanzábamos piedras a la maravillosa portada de Santa María -y de eso sí que me acuso y querría recibir perdón, si fuera posible-, intentando descabezar a un herrero que en dicha fachada campeaba, uno de los numerosos peregrinos que por allí pasan me agarró del brazo y me recriminó tan mala acción. "¿No tenéis otro juego en el que entreteneros que habéis de destrozar la obra insigne del maestro Leodegario?" -me gritó-. Pensé yo inmediatamente que quizás se trataba de un beaumontés enviado para matarme, y quise revolverme y soltarme, pero me tenía bien sujeto. Todavía me parece escucharlo: "No seas tan bruto como tus amigos. Juega mejor con esto y deja las piedras, las del río, y las talladas en las iglesias, en paz". Y me entregó una pequeña peonza de oro. Pequeña, pero más equilibrada que el nivel de un arquitecto, que bailaba, más que giraba sobre cualquier tipo de pavimento. Horas enteras me pasaba yo admirando su danza, y llegué a alcanzar tal habilidad, que no perdí un sólo juego con ella.
Una madrugada mi madre me despertó de improviso: "¡Los beaumonteses están a dos leguas de aquí, tenemos que alcanzar Ruesta, Undués o Sos cuanto antes! ¡No hay tiempo para llenar alforjas o recoger enseres, a los caballos, rápido!. Y nunca más pude yo volver a Sangüesa, ni a ningún otro lugar de Navarra. Naturalmente la peonza se quedó allí, bien oculta porque, por ser de oro, la guardaba yo en el resquicio de un sillar agujereado en mi habitación, donde lo más probable es que siga escondida.
Bien: ha pasado casi medio siglo, y cambiaría todos los reinos que he conquistado por volver a tener en mi mano esa peonza. ¿No habéis oído eso de que la única y verdadera patria del hombre es la infancia, monseñor? Pues es completamente cierto. Mi auténtica patria es la niñez que pasé en Sangüesa, y esa peonza de oro que este viejo que tenéis delante va a recuperar -aunque tenga que conquistar otro reino más de esos que tan poco le importan para conseguirlo- la única razón que alberga para prorrogar su desdichada existencia.

-¿Me estáis diciendo que vais a mandar a miles de hombres a la guerra y quizás a la muerte por recuperar un juguete, majestad?

-Eso mismo os estoy diciendo, monseñor. Y sólo quiero saber una cosa: ¿me absolveréis por ello?

-¿Y quién soy yo, un humilde fraile, aunque vestido de arzobispo de Toledo, para juzgar los deseos de la Providencia? Recordad que los caminos del Señor son inescrutables, y si él ha decidido que conquistéis un reino de herejes a través del baile de una peonza, ¿cómo habría de oponerme yo, que soy el más miserable de sus siervos a tan magna empresa? Además, ya lo sabéis: "Lo que Castilla quiere, es lo que Dios desea".

-Eso es lo que quería escuchar, eminencia. Lo habría hecho de todos modos, pero siempre es mejor contar con la aquiescencia de Dios. Y sí: desde luego que morirá mucha gente, de los nuestros y de los herejes, pero qué demonios...¡El Señor distinguirá en el Cielo a los suyos! Dentro de apenas un mes el duque de Alba entrará por el oeste, y mi hijo, el arzobispo de Zaragoza, lo hará por el este. Él será por tanto quien cerque y rinda Sangüesa, y quien buscará y hallará mi peonza y mi niñez perdida.

Todo lo demás no importa.

Todo lo demás no me importa...




©Mikel Zuza Viniegra, 2016