martes, 9 de agosto de 2016

CRÓNICAS ROMANO-NAPOLITANAS II: VULCANO


“Nunca se sabe cuándo despertará un volcán dormido”, respondían los napolitanos a los siempre pesadísimos viajeros que durante el siglo XVIII tomaron por costumbre acercarse a ver y sentir una de las frecuentes erupciones del Vesubio, que en aquella centuria estalló nada menos que en 1707, 1737, 1760, 1767, 1774, 1779 y 1794.
Explosiones tan habituales ya, atrajeron a tanto visitante que crecieron exponencialmente en la ciudad dos industrias principales que buscaban atender –cada una a su modo- a las hordas de curiosos extranjeros: la de los hosteleros y la de los ladrones (si bien había quien defendía que ambas fueron siempre la misma cosa).
Entre las iniciativas de mayor éxito entre los viajeros, se destacó muy rápidamente la de los montañeros que –por una nada módica cantidad- aseguraban poder llevar casi hasta la misma cima de la montaña a todo aquél que les pagase. El espectáculo sería inolvidable, prometían, “ver los ríos de roca fundida justifican toda una vida”, aseguraban. Y cierto que –para variar- muchas veces cumplían su palabra, pues en esas peligrosas excursiones perecieron muchos y muchas incautas que fiaron su existencia al capricho de la naturaleza, de tal forma que docenas de ellos murieron asfixiados por los terribles gases emanados del caprichoso cráter.
Como quiera que todo el mundo sabía en Nápoles que el hombre que más se había acercado –además completamente en solitario- a la boca del hirviente monstruo era el pintor Jacob Philipp Hackert, no eran pocas las ocasiones en las que venían a pedir su consejo para intentar rescatar un último hálito en los exangües cuerpos de los intoxicados. Así ocurrió en la erupción del verano de 1774, cuando il limone (malévolo apodo que los paisanos le habían adjudicado por haber perdido todo el pelo en el rusiente acercamiento) se hallaba en plena madurez, cuando no en la más provecta ancianidad.
Se sentía en efecto viejo y cansado, y por esas mismas razones estuvo a punto de denegar su ayuda, pues además era ya noche cerrada cuando vinieron a golpear la puerta de su palazzo. Traían los alborotadores una camilla cubierta, y aseguraban llevar en ella a la marquesa de Sciomperi –allá, en los Abruzzos-, a quien juraban y perjuraban que le quedaba sólo un hilo de vida. ¿Quién la mandó subir al Vesubio? –pensó con rabia mientras ordenaba a sus criados franquear la puerta a la exaltada comitiva.
Retiraron los velos que cubrían por completo el rostro de la agonizante, y apareció ante los ojos de Hackert la mujer más bella que nunca hubiera visto. Puso –y apartó inmediatamente asustado- la mano sobre su frente, que ardía prendida en fiebre como si lo que circulase por sus venas no fuera ya sangre sino lava.
Era inútil mandar a aquellos botarates forasteros a que buscasen remedio alguno para su señora, y tampoco confiaba en sus propios sirvientes como para encargarles misión tan delicada, así que no de muy buena gana, y con cierta aprensión, se preparó para salir él mismo a las abarrotadas calles. Esas mismas calles en las que –de noche- tanto proliferaba la segunda industria que ya quedó citada al principio: la de los ladrones. Y eran éstos tantos y tan organizados que no era cosa de broma hacerles frente, menos aun siendo uno mismo motivo de escarnio por su famosa calvicie y porque a pesar de llevar tantos años ya en la ciudad, todos aquellos ganapanes seguían considerándole tan extranjero como el que más.
Para evitar todos esos problemas, adoptaba desde hacía tiempo ciertas medidas indumentarias que, a pesar de abochornarle no poco, tuvo que repetir ante quienes ahora ocupaban su casa. En efecto, entró en su guardarropa y cuando salió era ya otro, pues llevaba una peluca muy negra y muy bien peinada (de las que allí denominan “a la cciufita”, y con su rubicunda tez cubierta por el afeite más oscuro, lo cual le daba –según él, claro está- un aire verdaderamente napolitano. De tal guisa salió a la calle, rumiando lo complicado que sería encontrar una farmacia abierta en medio del hormiguero humano que a aquellas horas se arremolinaba en Via Toledo.
Tampoco es que conociera demasiado bien aquellos condenados vicolos, pues siempre iba en carroza y no tenía necesidad de atreverse a entrar en semejantes callejones, donde desde todas las puertas y ventanas parecían estar avisándole de que pronto le clavarían una espada o un mucho más prosaico cuchillo. Y muchos –y muchas- le decían cosas que no acertaba a entender bien, pues para su vergüenza, no dominaba en absoluto la lengua italiana.
No sabiendo muy bien qué hacer, a ellas les contestó con voz muy ronca siempre de la misma forma: “Che idea! - Ma quale idea? Non vedi che lei non ci sta?” Y a ellos con tono más suave les declaró: “Che confusione, sarà perché ti amo. E un'emozione che cresce piano piano. Stringimi forte e stammi piu vicino. Se ci sto bene. Sarà perché ti amo.” En realidad repitió como una de esas coloridas aves de las Indias la letra de dos canciones que le sonaba haber oído en el puerto. Pero para cuando se dio cuenta de que quizás había equivocado el género a quien iban dedicadas, ya estaba corriendo con una multitud detrás que amenazaba a gritos con convertirlo en rodajas –muy finas- de mortadela.
Sus piernas le valieron para dejarlos definitivamente atrás. Y lo que es mejor: la carrera a través de aquel laberinto acabó llevándole hasta la única farmacia abierta de los alrededores: la regentada por el licenciado Vito Pitagórico, experto en todo tipo de hierbas e infusiones, según rezaba el desvencijado cartel de su botica. 
-Imposíbile! -fue lo único que respondió a la demanda del todavía resoplante Hackert. Al final pudo entenderle que esas fiebres del Vesubio sólo podían curarse con los frutos de una planta que, naturalmente, sólo crecía en el propio Vesubio. Que además le adjuntase un plano de la localización de semejante medicina “sólo” le costó tres Carlos de oro. Una ganga, tratándose de aquella ciudad. En el precio también iba una advertencia: la enferma sólo tenía 48 horas para tomar el preparado, o si no moriría irremediablemente.
Con mucho cuidado de no volver a tropezar con sus numerosos admiradores de antes, salió por uno de los desiertos vicolos al puerto, y adquirió allí un pasaje hacia el volcán que, allá enfrente, iluminaba con sus alharacas y rugidos la cálida noche. En unas horas estaba de nuevo en medio de la montaña a la que antaño había ofrendado –bien que totalmente contra su voluntad- su hermosa cabellera. ¿Qué podría ofrecerle ahora, sin embargo?


Comenzó la ascensión, y a cada paso tenía que esquivar la ceniza y carbón ardiente que llovía desde la cumbre, no sin que, a pesar de todo, sus lujosas ropas fueran chamuscándose como dicen que acontece en la ciudad de Pamplona –capital del reino de Navarra- a quien se atreve a correr delante o junto a un ingenio de fuego llamado Zezenzusko, según había leído en la Gazzeta delle Curiositá.
El caso es que para cuando halló el anhelado arbusto y recogió sus frutos, su aspecto era bien lastimoso, de tal forma que cuando bajó y todos los presentes pudieron ver la colección de agujeros que mostraba su atuendo, no tardaron en llamarle con cierto regodeo “il colatore”. Y es que debía ser un rasgo de su hado fatal el que tras todos sus enfrentamientos vulcanológicos, siempre lo acabasen comparando con cítricos o instrumentos preparados para hacer zumo.
En el barco de vuelta le dieron una camisa de rayas como la que llevaban los marineros, lo que unido a que su grasiento maquillaje y su negra peluca habían ardido a la búsqueda de la medicina, arribó a Nápoles más con aspecto de pirata o de corsario que de pintor de la corte. Como en las calles había gentes con peor aspecto todavía que él, pero saben perfectamente los guappi con quién no deben meterse, pudo llegar al fin a su palazzo sin otro contratiempo que el de no ser reconocido por sus propios criados.
Tras la confusión inicial pudo ofrecer al fin el supuesto remedio a quien yacía doliente en el lecho, y fue cosa de ver que a pesar del calor terrible al que habían debido hacer frente, seguían los frutos arrancados al Vesubio de color tan verde como cuando colgaban de la rama. El mismo color verde que, junto con el aire que hasta entonces le faltaba, pareció inyectarse en los hermosos ojos de la marquesa.
Tiempo después, ya casi recuperada totalmente de sus dolencias, el signore Pitagorico acertó a pasar por la estancia que la dama ocupaba aún en el palazzo de Hackert. Le aseguró entonces que, igual que había sanado de la fiebre, recuperaría la tersura de su piel –abrasada por la cercanía del volcán napolitano- si se frotaba las quemaduras con el ungüento que preparan con la flor que crecía en otro volcán: el Etna siciliano.
Y no le costó nada convencerle de que emprendiera de nuevo viaje hacía aquél confín, porque estaba enamorado de ella como sólo un limone colato o un cítrico colatore –que de las dos formas era conocido ya en Via Toledo- puede estarlo…

© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016