viernes, 1 de abril de 2016

HUESOS DE SANTO


¿Qué hacen las armas de Navarra en una moneda húngara del siglo XVI?



En 1502 era rey de Bohemia y Hungría Wladislaus II Jagiello (Ladislao II de Jagellon en castellano). Era un monarca extranjero en sus dos dominios, pues su dinastía era de origen polaco, y por eso necesitaba urgentemente asentarse en el trono teniendo descendencia.

Para lograrlo necesitaba casarse previamente, así que buscaron por toda Europa una princesa que asegurase tal contingencia, y fueron a hallarla en la dinastía de Foix, que en ese momento gobernaba Navarra y que era famosa por la prolífica cantidad de hijos que sus mujeres solían tener. Esa princesa se llamaba Ana de Foix-Candale, y era hija de Catalina de Foix, infanta de Navarra, nieta por tanto de la reina Leonor I de Trastamara, y bisnieta de la reina Blanca I de Evreux.



Sobre las expectativas de numerosos alumbramientos que los húngaros podían tener, bastará con indicar que la reina Leonor I tuvo once hijos, y que por ejemplo su nieta Catalina I, llegó a tener doce.

En realidad a la pobre Ana no le dio tiempo a tener tantos, pues tras casarse en 1502 con el rey Ladislao II, tuvo a Ana de Jagellon-Foix en 1503, y a Luis de Jagellon-Foix en 1506, falleciendo tras este último parto a la edad de 22 años. Su marido, que le llevaba 28, cayó entonces en un estado letárgico de profunda tristeza, que hizo que el poderoso reino húngaro fuera gobernado los siguientes diez años por validos y nobles. Es fama que cuando le exponían cualquier problema de gobierno (y Bohemia y Hungría tenían muchos, metidas en plena refriega externa contra los turcos, y en una no menos terrible lucha interna entre católicos y protestantes) el deprimido Ladislao, queriendo únicamente que lo dejasen en paz, sólo acertaba a decir: "dobzse, dobzse", que en polaco quiere decir "Está bien así, está bien así..."

El caso es que antes de que se le nublara la mente -unos dicen que por amor, otros porque sufrió un ataque cerebral- ordenó acuñar una moneda que dejase a todos claro el poderío de la pareja real. Mostraba la preciosa pieza en su anverso las armas de ambos cónyuges. A la izquierda las del rey: las barras y la doble cruz húngaras, las tres cabezas de leopardo dálmatas, el león de Bohemia y en el escusón central el águila polaca. Y a la derecha las de la reina: el carbunclo pomelado de Navarra, las barras de Foix, las vacas de Bearn, las flores de lis con la banda componada de gules y plata de los Evreux-Navarra, y en el escusón central, los dos leopardos de Bigorra.

En su reverso, la figura de San Ladislao a caballo, armado y coronado.



He ahí la explicación de la presencia del escudo de Navarra en la moneda de un rey checo, húngaro y polaco. Pero curiosamente no acaba ahí la relación de estos lejanos parientes -nunca mejor dicho- con nuestro reino...

Desde el año 1998, con gran empeño personal de la investigadora Mariona Ibars, comenzó a estudiarse la que se decía que era la momia del príncipe de Viana conservada en el monasterio de Poblet. Conviene recordar que el príncipe de Viana murió en Barcelona en 1461, y que fue enterrado en la catedral de esa misma ciudad con todos los honores, pues metidos en plena guerra civil contra su padre, el rey Juan II de Aragón, los catalanes trataron de hacerlo santo. Como tantas otras veces a partir de entonces, perdieron esa guerra. Una de las primeras medidas ordenadas por el rey vencedor, fue remover el cuerpo de su hijo de la cripta de la catedral y llevarlo a Poblet, panteón real de la corona de Aragón.

Resulta lamentablemente triste constatar como después de haberlo perseguido con saña mientras vivía, tampoco le dejó reposar una vez muerto, y en vez de respetar la tumba barcelonesa de su hijo se empeñó en que trasladasen cínicamente sus restos al panteón de la monarquía aragonesa. Más aún teniendo en cuenta que durante años le negó el título de primogénito de Aragón que por nacimiento y derecho le correspondía, mientras que a su otro hijo, Fernando -el Católico para los poco informados- se lo reconoció a los diez días de la muerte del legítimo heredero.

Digo todo esto porque vayan ustedes a saber si, dados los antecedentes de odio de Juan II respecto a su hijo, en el trayecto entre Barcelona y Poblet los restos del príncipe de Viana no se "perdieron" para siempre. Personalmente lo creo capaz de eso y de cosas tan o más abyectas que esa...

Pero bueno, aceptemos que efectivamente el cuerpo de Carlos de Viana fue depositado en Poblet -donde naturalmente su padre o su hermanastro no se preocuparon de proporcionarle una tumba de categoría, sino que fue introducido en el panteón de la familia Cardona- y que allí pasó casi tres siglos. Hasta que en 1837, tras la desamortización, el monasterio quedó abandonado y fue saqueado a la búsqueda de las joyas con las que las momias reales hubiesen podido ser enterradas. Los restos y huesos de todos los reyes, infantes y nobles quedaron mezclados en medio de la nave, donde el cura de la Espluga de Francolí (un pueblo cercano), los recogió lo mejor que pudo y los llevó a la catedral de Tarragona. Algo similar, para nuestra perpetua vergüenza, ocurrió por esos mismos años con los de nuestros primeros reyes en el abandonado monasterio de Leyre...

El caso es que en 1935, un avispado diplomático, escritor y hasta egiptólogo catalán, don Eduard Toda, consiguió que le permitiesen recuperar los restos del príncipe de Viana, verdadero ícono de la historia de Catalunya y de Navarra. ¿Pero cómo hacerlo, si los restos de más de 110 personas estaban completamente mezclados? Pues con mucha cara dura, y en la confianza de que el conocimiento humano nunca podría llegar a descubrir su frankensteiniano juego...

Buscó primeramente una momia de un hombre de unos cuarenta años, que era la edad del príncipe al morir, y al encontrar una a la que le faltaba un brazo, recordó que a Carlos -por esa fama de santidad a la que antes me refería- se le había cortado uno para hacer un relicario (que naturalmente había desaparecido también en la quema de conventos durante la Semana Trágica de Barcelona de 1909). La mano que conservaba la momia mostraba unas uñas muy cuidadas, evidentemente pertenecían a un noble, y en la oreja llevaba un arete de oro, signo que al parecer llevaban en aquella época quienes habían visitado Italia (como el príncipe). El rostro había sido destrozado a culatazos de fusil...

Con eso le pareció suficiente para confirmar la identidad. Que no conservase la parte inferior de la columna vertebral ni las piernas le pareció un detalle nimio, así que procedió a serrar una pelvis que cogió del montón de huesos -y que para más Inri resultó ser de mujer-, y unas piernas que le parecieron sin duda mejores que las de Marilyn Monroe, y atándolo todo y cubriéndolo con un sudario, se lo entregó a los monjes de Poblet para que en medio de una ceremonia verdaderamente regia volviesen a enterrarlo. No faltaron allí por cierto representantes de la Diputación Foral, que hasta llevaron un saquete de tierra navarra para que fuese enterrada en el mismo féretro que el príncipe de Viana.

Y pasaron nuevamente los años, hasta llegar a 1998, cuando los adelantos técnicos y científicos que no pudo prever Eduard Toda, eran ya un hecho. A la identificación por ADN me estoy refiriendo. Sin embargo, tal y como ocurre siempre cuando se trata del príncipe Carlos y su increíble mala fortuna, faltaba todavía por encontrar algún familiar con el que poder comparar sus restos. No porque no se supiera perfectamente su linaje de ascendencia y de descendencia, sino porque como si una mano negra se hubiera complacido en eliminarlas, la mayoría de esas tumbas habían desaparecido.

Sí, por esos mismos años habían aparecido los restos de su madre, la reina Blanca I, en Santa María de Nieva (Segovia). Sí, en la catedral de Pamplona se enterró a sus abuelos Carlos III el Noble y Leonor. Y sí, los restos de los últimos reyes de Navarra se conservan -o eso dicen- en la catedral de Lescar, pero ninguna administración u obispado daba permiso para hacer los estudios pertinentes.

Fue entonces cuando tuve la suerte de conocer a Mariona Ibars, y de ayudarla, en la medida de mis modestas posibilidades, en su estancia en Pamplona. Así que por un tiempo me alisté –y encantado además de hacerlo- en la causa del Príncipe de Viana, que demostró ser tan arrebatadoramente perdida en el siglo XXI  como en el XV.  

Porque en Navarra, a pesar de que el entonces responsable de la Institución Príncipe de Viana -caramba, qué coincidencia- llegó a asegurar en los periódicos que se iba a abrir la tumba de Carlos III en Pamplona para descubrir si el príncipe de Viana era padre de Cristóbal Colón –otra chaladura más-, el Arzobispado no dio permiso para hacer estudio alguno. Pocos años antes se había levantado precisamente el suelo de la catedral, pero no hay constancia alguna de que los arqueólogos entrasen en la cripta real. Al menos no hay publicado nada al respecto, y averiguaciones personales no han sido concluyentes, aunque la mayoría de los interrogados contestó que no, que no se había entrado -yo me tiraba de los pelos cuando me lo aseguraban, y aún confío en que no fuesen tan ciegos o tan necios-.

Pero tampoco hay que ser ingenuos: la cripta regia de la catedral se sabe a ciencia cierta que fue visitada/violada con seguridad en el siglo XVIII, en el XIX -cuando apareció el yelmo que probablemente perteneció al rey Carlos II-,  y también a principios del XX, así que la posibilidad de que quedase algún hueso del rey Noble o de su esposa era más bien remota. Ello no obsta para que teniendo la oportunidad de entrar que tuvieron, casi finalizando el siglo XX,  no hacerlo me parezca de verdaderos botarates. Pero como reitero que no se ha publicado nada sobre el particular, sólo ese puede seguir siendo mi juicio.


En Lescar pasó otro tanto, pero ahí al menos se sabía que todos los restos de los diferentes reyes estaban mezclados tras las guerras entre hugonotes y católicos del siglo XVI. Allí mismo, por cierto, llevan 500 años justos esperando lo que quede de los reyes don Juan de Labrit y doña Catalina que alguien cumpla su súplica de ser enterrados en la catedral de Pamplona, donde ellos y sus antecesores habían sido coronados. ¿Llegaremos a conocer aunque sea un mero acto simbólico en tal sentido allá dentro? Mejor será que esperemos sentados…

En cuanto a Nieva y los restos de Blanca I de Navarra, que murió allí habiendo dejado el mandato escrito de que la enterrasen en Ujué, en otra ocasión contaré, si viene al caso, mi lisérgica experiencia en pos de esos huesos. Pero como diría Rudyard Kipling: "eso ya es otra historia..."

Sin ancestros accesibles, no hubo mucha más suerte con los hijos ilegítimos del príncipe, cuyas tumbas, como las de casi todos los bastardos que en el mundo han sido, no dejaron huella en el pavimento de las iglesias en las que fueron sepultados. Otra hermana del príncipe, la princesa Blanca repudiada por Enrique IV de Castilla,  no tuvo hijos. Sólo quedaban pues los descendientes de la última hermana, Leonor, aquella que llegó a reinar durante apenas quince días, y cuya tumba también se perdió en la niebla de los tiempos.

De los once hijos que dijimos que tuvo, todas las tumbas han desaparecido también, pero quedaba en la catedral de San Vito de Praga el sepulcro de Ana de Jagellon-Foix, la hija de aquella otra Ana a la que su apesadumbrado viudo ordenó honrar acuñando la moneda de la que os hablaba al principio. Y las autoridades checas –mucho más receptivas que las navarras, menuda novedad- sí que dieron su consentimiento para extraer el ADN mitocondrial (el que sólo se transmite por vía materna).

Ana de Jagellon-Foix

Y por estos restos de la sobrina-nieta del príncipe de Viana pudimos saber todos al fin el trampantojo histórico que había urdido Eduard Toda, pues ninguno de los tres pedazos que ensambló a principios del siglo XX para confeccionar su particular monstruo de Viananstein tenía parentesco alguno con Ana de Jagellón-Foix. Y de rebote se pudo saber también que los restos de la supuesta Blanca I de Navarra en Nieva, tampoco. Cosa de la que yo me alegré muchísimo, por el mal trato que nos dieron en aquel pueblo, y porque eso me permite soñar con que su hijo cumplió finalmente el deseo de su madre y trajo sus restos para que durmieran toda la eternidad en tierra de Navarra. Algo que él no pudo -desgraciadamente- conseguir para sí mismo.

Monedas y huesos. Aunque os haya aburrido, reconocedme que no he podido haceros regalo más regio o más propio al menos del cofre de un pirata...



© MIKEL ZUZA VINIEGRA, 2016