viernes, 15 de mayo de 2015

Y TIRO PORQUE SON CUADRADOS

Catedral de Pamplona, 15 de mayo de 1420


No es que hayas creído demasiado en esas cosas, pero a medida que van pasando los años, recuerdas cada vez más a menudo las palabras de aquella gitana que leyó la palma de tu mano cuando eras un niño: "serás obispo cuando sumes todos los dados de la catedral de Pamplona". 

Pero tienes 34 años ya y ni tu padre, el juicioso monarca Carlos III, ha conseguido que ese testarudo aragonés que ahora ocupa el trono de los papas en Avignon dé su brazo a torcer y acepte tu nombramiento. Sí, claro que su santidad Benedicto XIII ha aceptado que seas el administrador de la diócesis, incluso te ha investido con la muy egipcia dignidad de patriarca de Alejandría, pero no te ha reconocido obispo. 

Y llevas demasiado tiempo ya escuchando a tus subordinados de la curia murmurar sobre la imposibilidad de que tal cosa llegue a ocurrir algún día, pues ¿cómo aceptar que la sede de San Fermín sea dirigida por alguien tan miope que ni las lentes más gruesas que su padre ha podido conseguir en sus viajes a París terminan de arreglar su cortedad de vista? 

En el fondo es cierto: cualquier aprovechado podría darte a firmar un documento que comprometiese el patrimonio eclesiástico, y tú, Lancelot de Navarra, sancionarías semejante latrocinio con tu sello, porque habrías sido incapaz de leer lo que en él iba escrito. 

© Iñigo Saldise
Por eso hace también muchos años que buscas esos malditos dados de los que te habló aquella bruja, por ver si los poderes del infierno pueden ayudarte más que los del cielo a conseguir tu anhelada meta episcopal. Pero por más que has revisado toda la enorme fábrica de la catedral y sus dependencias, no has encontrado más dados que los que adornan el escudo de Portugal en la bóveda de los reinos del refectorio. Y suman veinticinco...


¿Cuántas veces has probado en todas y cada una de las capillas a repetir ese número sin cesar? Siempre en voz baja, al menos desde aquella ocasión en que un impertinente monaguillo oculto tras una columna te escuchó invocar esa cifra, y salió entonces corriendo por la nave y gritando: "por el culo te la hinco, por el culo te la hinco...". Sólo que tu nefasta visión te impidiese reconocer su rostro le salvó de un castigo ejemplar... 

El caso es que tienes suficientemente comprobado que el guarismo veinticinco no provoca la menor alteración en bóvedas, claustros o criptas, y también que no te ha acercado más a la cátedra del obispo de lo que lo estabas cuando estudiabas con los demás clérigos en la universidad de Toulouse.

No. Tiene que haber más dados representados en este condenado edificio cuya primera piedra pusiste precisamente tú. ¿Pero dónde? No está en los retablos, cuyas escenas has observado a pulgadas de tus cansados ojos por saber si el detalle se te había escapado, ni en los sepulcros donde algún zumbón escultor podría haber intentado ocultar un símbolo de juego y alegría como el que buscas, ni en los frescos que adornan las paredes, ni en la talla de Santa María, ni en las casullas recamadas de oro, ni en los excelentemente tallados -repujados casi- capiteles del claustro, ni en...

Claro, ¿pero cómo no se te ha podido ocurrir antes? ¡Sí: allí tienen que estar!

Y corres con muy poca reverencia -al menos para ser todo un señor patriarca- hasta la capilla donde reposa el tesoro catedralicio, y allí ordenas a todos los canónigos que vegetan, más que rezan, que salgan inmediatamente de la estancia. Solo al fin, tanteas la barandilla de la endeble escalera que lleva hacia tu meta. Siempre has temido las alturas, y esta a la que dudas en ascender no es baladí, que tendrá sus buenas seis o siete varas de distancia al suelo. Algo muy bien pensado, por cierto, para evitar posibles robos sacrílegos y favorecer la adoración de los fieles, que contemplan con arrobo el relicario, allá arriba, como en el Cielo, mientras ellos permanecen anclados a la podredumbre terrenal... 


Pasas pues por encima de tus miedos y subes peldaño a peldaño hasta tener a la vista el relicario del Santo Sepulcro. Nunca te habías atrevido a hacer tal cosa, y por eso nunca lo habías contemplado tan de cerca. Bueno, contemplar o ver es mucho decir, porque tus malditos ojos no te dejan, como de costumbre, más que atisbar siluetas. Pero acercándote mucho hacia esos esbirros que custodian la tumba de Cristo, y gracias a tus gruesos lentes, ves por fin los tres dados que salieron rodando del cubilete con el que los soldados romanos se jugaron las ropas del Nazareno... 


¡Al fin vas a poder dar cumplimiento al augurio de la gitana! ¡Casi puedes sentir ya la mitra sobre tus sienes! Bastará con sumar al maldito y portugués veinticinco los números que indiquen estos diminutos dados...


Y tan diminutos, no hay forma de verlos. Ni el halcón de tu padre podría distinguir el resultado de esta tirada... Miras y remiras, pero no aciertas a distinguir si es un cuatro o es un tres lo que las caras de esos cubos llevan grabado. Y tu desesperación haces que cada vez te muevas más en la plataforma, que se bambolea como si estuviese ocurriendo un temblor de tierra. Intentas echar mano a la barandilla, aunque no estás seguro de que sea la barandilla, y no un simple candelabro que tanto adorna como sirve para tapar el agujero entre las barras por el que caes sin remisión. 

Y en esa breve distancia que va de la gloria a la tumba, que a ti se te hace eterna, comprendes que nunca llegarás ya a ser obispo...

Pero como las profecías gitanas tienden siempre a cumplirse: cuando el rey don Carlos es informado de que su hijo Lancelot se ha precipitado desde la altura en la que sin duda fervorosamente oraba ante el relicario del Santo Sepulcro, ordena que sea enterrado en la cripta regia del coro de la catedral, con todas las galas episcopales que le fueron negadas en vida. 

Y sépase que la vigencia de tal augurio sigue completamente vigente, y que cualquiera que acierte a sumar el resultado de los tres dados del mentado relicario, con los veinticinco de las cinco quinas lusitanas, alcanzará de forma inmediata el rango de Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo de Pamplona, a no ser que haya algún otro dado oculto -tallado, pintado o bordado- en dicha Catedral.

Confieso que yo mismo perdí en mi juventud la oportunidad de ostentar tan apetecible cargo, y ahora mis ojos son ya incapaces de ver la cifra que suman esos dados. Y dadas las pésimas condiciones lumínicas con la que actualmente se muestra el relicario (perpetradas muy probablemente por maese Rouzaut o micer Alforja, para que todos tengamos que correr a sus tiendas a proveernos de carísimas lentes), dudo que haya alguien de vosotros y vosotras que vaya a convertirse en obispo/a a medio o largo plazo.

Aunque el o la que este verdaderamente interesado/a, siempre podrá hablar con su adivinadora o echadora de buenaventura más cercana...


© Mikel Zuza Viniegra, 2015