lunes, 27 de enero de 2014

PERFECT


Catedral de Pamplona, 27 de enero de 1456


-Fantasmas. Todos fantasmas: tú, yo, y todos esos que circulan por los pasillos laterales casi a oscuras, entonando sus quejumbrosas  letanías una y otra vez, rezando para que -ahora que se ven ya viejos y perdidos- la muerte no les coja tan pecadores como hasta ayer mismo fueron. Y quizás también porque temen que ahora que he firmado la rendición, los agramonteses tomen venganza contra ellos. Pero los conozco bien, la mayoría no tardará en servir a los nuevos amos, y yo sólo seré ya una molesta memoria de que -por una vez- quisieron algo mejor para sus vidas.

-Bueno, al menos ellos y tú mismo aún moráis en este mundo. Te recuerdo que lo que queda de mí está bajo esa desnuda y fría losa que, por cierto, prometiste cubrir con un deslumbrante sepulcro, Carlos.

-Nada fue bien desde tu muerte, Agnes. No he tenido tiempo ni dinero para cumplir mi promesa.

-¿En ocho años no has tenido tiempo? Te salva de mi reproche que, cuando yo vivía a tu lado, tampoco fuimos capaces de resaltar la tumba de tu madre, la reina Blanca, como ella nos había pedido.

-La guerra de Castilla en la que don Juan metió a Navarra, distrajo nuestros ya escasísimos recursos económicos. Ya fue toda una odisea conseguir recuperar sus restos desde el santuario de Nieva, esquivando por el camino a las patrullas castellanas y a las de -rabia me causa recordarlo- mi propio padre,que ya preparaba su segundo matrimonio con el cuerpo de su primera esposa aún caliente en el ataúd. Además, tú misma lo viste: podemos estar seguros de que no ha habido rey de Navarra que tuviese un funeral tan suntuoso como el que preparamos para ella, con todo este templo engalanado con sus armas y su cuerpo en un catafalco decorado en medio del coro. Hacerle después un mausoleo era quizás demasiado pedir.

-Mis exequias, desde luego, fueron mucho más austeras...

-Te ruego que no me lo tengas a mal, Agnes. Bien que hubiese querido yo señalar tu fuesa o la de mi madre como ambas merecíais, pero todo el tiempo se me ha ido en sobrevivir a las asechanzas de mi padre. Tantas y tan alevosas, que ya no anhelo si no unirme a vosotras bajo estas piedras para siempre.

-Me temo que no aguardarás la resurrección bajo el suelo de esta catedral, Carlos...

-¿Tú también crees que cuando mañana salga para el exilio, ya nunca más regresaré a Navarra?

-Mejor que yo sabes que tu padre no lo consentirá. Igual que nunca permitió que tú y yo fuésemos felices.

-Sí que lo fuimos alguna vez, Agnes. Aquí mismo, entre estos muros. ¿Recuerdas cómo nos reíamos de los incomprensibles sermones del deán, repletos de citas bíblicas y latinas que ni él mismo evidentemente entendía? ¿O cómo forrábamos con la cubierta de los misales nuestros libros de versos y nuestras novelas favoritas? Cualquier cosa con tal de escapar con la imaginación de aquellas pesadísimas ceremonias. ¿Y cuando hice pintar una de las bóvedas con las divisas de mis antepasados para homenajearte?

-Sí, las hojas de castaño y los triples lazos. Pero no unos lazos cualesquiera, no: exactamente los mismos que tú y yo trenzamos aquella vez con los tallos de rosal de los inmensos jardines del palacio de Tafalla, que con sus afiladas espinas dejaron nuestras manos con tantas heridas que quedamos más asaeteados que San Sebastián, quien no en vano es el patrón de aquella ciudad. Decías que la sangre que nos corría por los antebrazos era tan roja como la bandera de Navarra.


-Luego he visto derramarse de forma bastante menos agradable mucha más sangre, Agnes, y ya no puedo verla de forma tan heroica, pero sí puedo asegurarte que te añoro cada vez que repaso con mis dedos esas viejas cicatrices.


-¡Shhhh, calla!¿No ves cómo te miran todos los que nos rodean? Deben pensar que has perdido definitivamente la razón, aquí sentado, en mitad de la nave, hablando solo...

-Déjalos, Agnes. Ellos rezan a un Dios que hace siglos que no escucha sus plegarias y tú al menos me respondes, aunque ya sólo existas dentro de mi cabeza.

-Haz lo que yo ya no puedo hacer: sal de este cada vez más sombrío edificio y escucha en cualquier taberna de la Navarrería la canción que aquellos músicos ingleses de paso por Olite tocaron para nosotros, la que nos dijeron que cantaban los barqueros de los canales de Camden. ¡Date prisa, que no sabes de cuánto tiempo dispones!



-Tienes razón, ya es tarde. Tarde para todo. Además, sé que nos reuniremos pronto, y te prometo que entonces será el muy agradable aroma del licor de Nordesía al chocar nuestras copas lo que nos envuelva para siempre, y no este sofocante incienso que todo lo nubla menos el recuerdo de tenerte a mi lado justo aquí, en este mismo banco, riéndonos del deán y de los viejos que temen -sin razón- a la Muerte...

©Mikel Zuza Viniegra 2014