miércoles, 13 de noviembre de 2013

CUARENTA Y SIETE

Scriptorium de la catedral románica de Pamplona, 13 de noviembre de 1144


-No domino aún tanto vuestra lengua como para aceptar este encargo, alteza. Además, de sobra sabéis que es a aprender la lengua de los seguidores de Mahoma a lo que vine hasta aquí. Pedro, el venerable abad de Cluny, me envió para que traduzca al latín su execrable Alcorán, y a esa labor en exclusiva es a lo que me he dedicado los últimos dos años...

-Estupendo, maestro Robert, así podréis distraeros de la enrevesada algarabía de los infieles, volviendo al latín imperial del libro que ahora os ofrezco.

-Pero mi señor, estoy intentando haceros comprender que...

-¿Acaso que en vuestra levantisca Inglaterra natal tenéis por costumbre desobedecer las órdenes de los reyes? Pues entended vos que tal actitud no os llevará muy lejos. Al menos no en mi reino, señor don Robert de Ketton. Y que por muy arcediano de esta diócesis de Pamplona que seáis, ignorar mi petición la única puerta que os abrirá es la de las mazmorras del castillo de Monreal. Tenéis bien ganada fama de ser uno de los mejores traductores de la cristiandad. Sería de tontos no aprovechar vuestros conocimientos pudiendo hacerlo. Y yo, García, hijo del infante Ramiro, que fue hijo del infante Sancho, hijo a su vez de García III "el de Nájera", y por tanto descendiente directo de los nobilísimos reyes de Pamplona y nieto también del Cid Campeador, no me tengo precisamente por tonto.

-Está bien, alteza. Pero no me hago responsable de las amenazas y dicterios que contra vos consiga el venerable Pedro del Santo Padre allá en Roma...

-No os preocupéis por eso, don Robert, que de sobra sabéis que el Papa sigue sin reconocer nuestra condición regia, así que por mucho que mi deseo retrase la traslación al latín del Alcorán, no creo yo que sea tan importante que un libro que lleva escrito más de cuatro siglos tarde unos pocos días o meses más en poder ser entendido al fin en todo el occidente cristiano. Es más: el libro, más bien el fragmento que a partir de ahora ocupará vuestros desvelos intelectuales lleva escrito más de setecientos años, así que le gana por tres siglos de ventaja.

-¿Y cuál es ese dichoso libro vuestro? Me tenéis en ascuas...

-Será mejor que os  ponga en antecedentes antes de dejarlo en vuestro poder. Lleváis ya el tiempo suficiente en Pamplona como para no saber que yo no nací rey, sino que he tenido que ganar mi posición apoyándome en los nobles que mostraron su adhesión a mi persona por ser mi origen el mismo que el de sus antiguos reyes...

-Pero no por vía legítima, según tengo entendido...

-Si, y la Iglesia se complace en recordármelo cada cierto tiempo, como vos mismo ahora. No importa. No me avergüenzo. Mi abuelo, el infante Sancho Garcés, fue hijo bastardo del rey don García el de Nájera. Hermanastro por tanto del legítimo heredero de Pamplona: Sancho IV, al que sus hermanos de sangre asesinaron en Peñalén. El reino de Pamplona buscó entonces la protección del de Aragón, y así se mantuvo durante los siguientes sesenta años, hasta que murió el rey don Alfonso y ambos reinos se separaron de nuevo: Aragón reconoció a Ramiro el Monje como soberano, y Pamplona a mí, García Ramirez, como restaurador de su pasada grandeza.

-Habrá un pero...

-El pero es que recuperar la antigua pujanza de Pamplona no resulta sencillo para una dinastía arruinada por siglos de disensiones y guerras como la mía. Mi abuelo no obtuvo de su padre el rey más que la tenencia de Sangüesa y Uncastillo. Mi padre logró también luego la de Monzón gracias a su habilidad en combate y su lealtad a los reyes de Aragón. Mi única herencia pues, fueron esas tres hermosas plazas, una cantidad ínfima de dinero y este libro que ahora por fin os muestro...

-Qué sorpresa: es redondo, nunca había visto uno así.

-¿No hay de estos en Inglaterra? Aquí son bastante comunes. Yo mismo presté una vez uno a una dama que me gustaba y que aprovechó su forma para subirse en él y alejarse de mí velozmente. Es uno de los inconvenientes de este tipo de encuadernación...


-Ya dice San Isidoro en sus Etimologías que la mujer, por su propia y curvilínea constitución física, es muy dada a alejarse rodando de quien la incordia, y que si acontece por mala ventura que ese lugar es cuesta abajo, una vez que se aleja no hay forma de volver a echar el guante a la díscola.

-Ardua tarea es esa de decidir si se prefiere echar el guante a un libro o a una mujer. ¿No podría ser a los dos a la vez?

-No sé si los doctores de la Iglesia dicen algo sobre ese particular, alteza...

-Creo recordar que San Agustín habla de una de estas mujeres especialistas en  huidas a lomos de libros redondos en sus Confesiones, don Robert. Las denomina biblocicletas.

-Me extrañaría mucho que el de Hipona se hubiese preocupado por estas cuestiones, aunque todo podría ser. Pero vayamos al grano de una vez y decidme: ¿Qué os interesa exactamente de este dichoso libro?

-Es tradición familiar que mi abuelo, el infante Sancho Garcés, lo recibió de manos de un abad de Leyre en agradecimiento a su protección cuando enseñoreaba las tierras de Sangüesa. Al entregárselo, el fraile le habría dicho que en la epístola del emperador Honorio que se recoge en su interior, estaría la clave de la fortuna de su dinastía y quien sabe si en un futuro próximo la del reino entero, pues aunque existían muchas otras copias de esta obra, únicamente esta contenía la frase que permitiría a quien la comprendiese bien resolver todos sus problemas de un plumazo. Pero mi abuelo no sabía leer, justo firmar nada más, y mi padre estuvo siempre más tiempo combatiendo que ojeando manuscritos, así que cuando el libro cayó por herencia en mis manos, y puesto sobre aviso por mi padre, como él mismo lo había sido previamente por el suyo, me dispuse a averiguar qué había de cierto en tal profecía. Y sin éxito alguno, tengo que reconocer, pues yo también tengo bastante con mantener a raya a mis múltiples enemigos, y no tengo tiempo suficiente que dedicar a enigmas y retruécanos tan oscuros como este que nos ocupa...

-Quizás vuestra formación intelectual se resintió al dejar escapar tantos libros en manos de demasiadas biblocicletas, alteza...

-Es posible. Por eso recurro a vos, don Robert.

-Pues a mí me pareceis muy despierto, mi señor don García. No veo qué necesidad tenéis de mis escasos conocimientos.

-No seais falsamente modesto, don Robert. Lo que quiero es deis con la clave de esa supuesta fortuna que encierra el libro que herede de mis antepasados. Bien mirado, ahora soy rey de Pamplona, y por tanto sucesor de aquel emperador Honorio que firmó en el siglo V esta alabanza de Pamplona que ahora os entrego.Os dejo a solas para que podáis estudiarla tranquilo. No dudéis en venir a comunicarme cualquier descubrimiento que hagáis...

Y durante días y días Robert de Ketton o de Chester -como también era conocido- se enfrascó en descifrar el ignoto y corrompido latín bajoimperial. Una y otra vez leyó y releyó el texto que describía una ciudad de Pamplona tan distinta a la que ahora podía contemplar si se asomaba a la ventana de la torre catedralicia donde se hallaba el scriptorium. No puede ser que se esté refiriendo al mismo lugar, reflexionaba. ¿Cómo si no aceptar semejantes y desmesuradas descripciones?

“Hic locus prouidus factus a Deo, ab homine inuentus, a Deo electus ubi quod anni dies puteis ad inuentus. Ut singulis uicibus ad auriendum prestus sit ut nullus ab alio necessítate conpulsus auri ad aquas, quia omnes proprü diferri inundant laces.
Quuius mororum turres in latitudine. LXIII pedum sita. IN altum LXXXIIII pedum surgit inmensis. Circuitu urbis mille iliestras ambitus dextris. Turrium situ numero LXVII... Et quid sub turris XLVII cavet, thesaurum magnum inveniet et Pampilona salvabit. Civitas presidium uonis, tribus angulis quoartata, ter preposita portis quattuor posticis sita, portui uicina: Huic perpetim deuet amari ut nullus ab impugnante sentiat mali. Quam uis oppulenta Roma prestita sit romanis, Pampilona non destitit prestare suis. Nam cum mirauilis magnaque regio fructífera aliorum regionum hic rastris effosa terra quas ab amna reducunt Montes in circuitu eius et Dominus in circuitu populi sui ex hoc nunc et usque in seculum. Amen.”

Y vio que, efectivamente: comparando el texto con otras copias disponibles en la biblioteca, la única frase que sólo aparecía en el libro redondo era la que procedió a subrayar con tinta roja frenéticamente:

“Este sitio providencial, hecho por Dios, hallado por el hombre, elegido por Dios donde se han descubierto  tantos pozos como días tiene el año, para que siempre se pueda sacar agua de estos pozos y ninguno, urgido por la necesidad, se sirva de otro para coger agua, porque hay abundante para todos. 
Las torres de los muros de la ciudad tienen una anchura de 63 pies. Su altura es de 84 pies, irguiéndose inmensas. El perímetro de la ciudad es de mil diestras. Posee 67 torres. Y quien cave bajo la torre 47 encontrará un gran tesoro y salvará a Pamplona. La ciudad está bien fortificada, protegida en tres lados, con tres puertas delanteras y cuatro traseras, vecina al puerto. No hablo de las flores de los árboles, de los rios de oriente que tuercen hacia occidente con los vecinos próximos y el suburbio llano y sencillo. Si la Roma opulenta protege a los romanos, Pamplona no dejó de proteger a los suyos. Porque es admirable y gran región, más fructífera que otras, cavada la tierra en canales que conducen al rio. Posee montes en derredor y el Señor protege a su pueblo ahora y siempre. Así sea.”

Y mucho se sorprendió el rey de sus pesquisas, aunque no se alegró todo lo que pensaba hacerlo, pues no veía comparación posible entre la pequeña población que ahora era Pamplona, y la que describía el emperador Honorio. Y no era eso lo peor, pues aunque la muralla actual contaba con muchas torres, ni por asomo se acercaba su número a las sesenta y siete que la carta decía. ¿Cómo saber además cuál de todas las arruinadas por el tiempo y por las guerras, y cuyos restos asomaban aquí y allá, podía ser la cuarenta y siete? Desde el siglo V Pamplona las murallas habían sido arrasadas al menos por los francos de Carlomagno y por las huestes del califa cordobés Abderramán. Y aunque siempre volvió a levantarse, la ciudad cada vez lo hacía con un perímetro más pequeño. Nada que ver con ese enorme de "mil diestras" que Honorio atestiguaba. ¿Dónde empezar a excavar entonces? ¿Y con qué medios? Las exiguas tropas del reino bastante tenían con mantener a raya a castellanos y aragoneses en las fronteras. Por otra parte si la noticia del tesoro oculto se propalaba, aventureros de todas partes del mundo se darían cita en Pamplona para buscarlo, y el caos no tardaría en desatarse por todo el reino, que bastantes problemas tenía ya para salir adelante.



No -y en eso estuvo completamente de acuerdo don Robert-, no convenía en absoluto dar propaganda al misterio de la torre cuarenta y siete. Por eso él mismo se ofreció a ser el primer excavador, allá donde antiquísimos mapas mostraban topónimos guerreros o la azada de un labrador desenterraba sorpresivamente unos desconocidos y bien labrados sillares.

Y en esa tarea, y no en traducir el Alcorán encargado por Cluny se fueron sus últimos años, sin que a nadie extrañase en Pamplona verlo ir de acá para allá con un pico y una pala, pues de todos es sabida la proverbial excentricidad de los súbditos de Su Graciosa Majestad Británica.

Y pasaron años, y murieron tanto el rey don García como el arcediano don Robert. Pero nunca se detuvieron ni se han detenido nunca desde entonces las misteriosas excavaciones, pues cada iniciado en el secreto se preocupaba de tener un sucesor que buscase la escurridiza torre cuarenta y siete, cosa que al parecer ninguno de ellos ha logrado todavía, pues yo mismo, una noche en la que trataba de recuperar cierto libro redondo que presté a una biblocicleta de las más taimadas, me tropecé hace un par de años con uno de esos buscadores en La Mejillonera. Por cierto, que tuve que invitarle yo, pues según me contó, la dotación que dejó el rey don García para estos secretos menesteres, hacía mucho tiempo que se había agotado, pero como la ilusión seguía intacta -que la mayor parte de las veces es lo más importante-, todos juraban que hasta no dar con la torre de marras no pararían los trabajos. Así que probablemente avergonzado por su obligado sablazo, me regaló el estandarte que los identifica.

Y hasta alguna vez, quizás buscando que me pasen a mí también el pico y la pala, lo llevo encima muy orgulloso de andar al corriente del muy misterioso secreto de la torre número cuarenta y siete...



© Mikel Zuza Viniegra, 2013