lunes, 18 de febrero de 2013

EN BLANCO Y NEGRO

Munarriz, Valdegoñi, 18 de febrero de 1345


Hace frío, mucho frío en el cobertizo que sirve de taller al maestro escultor allá arriba, sobre el ábside, en el  arranque mismo del paseo de ronda que bordea toda la iglesia.

Casi todos los capiteles que rematarán los pilares de la nave están ya concluidos. Son delicados como las bíblicas historias en ellos representados, pero también fuertes para resistir el peso de las bóvedas de crucería que muy pronto cerrarán el recinto.

Cuando concluya esta última pieza, podrán volver por fin a continuar su labor en el claustro de la catedral de Pamplona, de dónde los sacó el imperativo mandato del obispo y mecenas don Arnalt de Barbazán, quien a cambio de que le fueran perdonadas ciertas sumas que debía al señor de Munarriz, envió hasta aquel helado confín a su principal maestro tallador para que ornase con su arte las obras del nuevo templo que sobre otro más antiguo allá se estaba edificando.

De esto hará unos dos meses, y ni el mayor experto podría distinguir la diferencia entre un trabajo y otro, por más que sea Pamplona la capital del reino de Navarra, y Munarriz un pequeño pueblo que el merino de Estella raras veces se molesta en visitar.

Y es este capitel -dejado a propósito para el final-, muy especial, pues en él puede verse a un ángel volandero que enseña un hermoso libro abierto a un personaje barbado que, curiosamente, muestra mucho parecido con quien lo está esculpiendo ahora mismo, junto al pequeño hogar que con su lumbre proporciona algo de calor a sus agarrotados dedos.

El viejo párroco, afortunadamente, tiene gran dificultad para subir los escalones, así que no molesta demasiado en la tarea. Sólo de vez en cuando le grita desde abajo para preguntarle si ha grabado ya en el libro abierto que lleva el ángel los sagrados versículos del Apocalipsis que el otro día le indicó.

-No os preocupeis, padre -le contesta el maestro desde lo alto de la escalera-, que las palabras del libro serán irreprochables.

Y deja sobre la mesa la maza y el cincel, y acerca sus ateridas manos al fuego mientras las frota con fuerza una contra otra. Y ya algo más reconfortado sale del cuartucho y recorriendo la ronda llega hasta una pequeña ventana geminada y mira desde allí hacia los campos completamente nevados que rodean la aldea. A la izquierda, en la ladera, unos niños se deslizan en trineos, como si inopinadamente estuvieran sirviendo de modelos al viejo Brueghel para que los pinte 220 años más tarde allá, en sus dulces provincias de Flandes.



Y viene ella por el camino que ya no es camino, pues las lindes del sendero reposan bajo el mismo manto que cubre el resto de las tierras. Y trae en sus manos la leña que luego les permitirá calentarse en el minúsculo taller.

Viste de negro y, mientras atraviesa aquella resplandeciente llanura, parece el humilde trazo de tinta que luego, ya sobre el blanco papel pautado, se transubstanciará en la precisa nota que sostiene y da sentido a la melodía principal en cantorales tan ricos como el de la catedral de Colonia, que dicen que es el que guarda en sus páginas la mejor música que puedan escuchar oídos humanos en este mundo, pues era el que llevaban los Magos de Oriente en sus alforjas. Y afirman también que cuando cada noche detenían su iniciático viaje para entonarla, llovían del firmamento tantas estrellas que los astrólogos zoroastristas hubieron de abandonar -completamente vencidos- su ya inútil oficio, seguros de no poder conjurar jamás hechizo sonoro semejante.

Y el sonido de sus breves pasos sobre la nieve helada -cras, cras, cras-, se le figura tan  prometedor como el de los crujientes granos de trigo que la rueda del molino convierte en harina, tan blanca como el silencioso e invernal mundo que les rodea, que no da ganas de abandonar nunca, ni siquiera para volver a encerrarse en la dorada jaula de la catedral de Pamplona, pues no hay razón para buscar el Cielo en un claustro, si vives ya en estas preciosas alturas de Valdegoñi, que tan cercanas al mismo se hallan.


Y ella le saluda sonriente desde allá abajo, y él le envía un beso desde detrás del mainel, para que le llegue partido, y caliente así a la vez sus dos amoratadas mejillas...
Y de nuevo el párroco vuelve a preguntar a gritos desde la sacristía si ha grabado ya las doctas palabras que el ángel dictó al evangelista Juan.

-Ahora mismo lo haré, padre -contesta el maestro volviendo rápidamente a su tarea, pues quiere terminarla antes de que su mujer llegue para que pueda leer las palabras del ángel, que a ella y sólo a ella pueden ir dedicadas-. Pero no las del ángel siempre adusto y fatal del Apocalipsis, sino las de otro que, por lo excelso de su poesía, merece compartir las altas dignidades celestes que ya ostentan Miguel, Rafael y Gabriel, porque va a tallar para ella los inspirados versos de Ángel González:

"Mientras tú existas,
mientras mi mirada 
te busque más allá de las colinas,
mientras nada
me llene el corazón,
si no es tu imagen, y haya
una remota posibilidad de que estés viva
en algún sitio, iluminada
por una luz -cualquiera...

Mientras 
yo presienta que eres y te llamas
así, con ese nombre tuyo
tan pequeño,
seguiré como ahora, amada
mía,
transido de distancia,
bajo este amor que crece y no se muere,
bajo este amor que sigue y nunca acaba".

-¡Desde aquí abajo no puedo verlos bien! ¿Estáis seguro de haber escrito exactamente la frase de la sagrada escritura que os señalé? Mirad que habrá de dar Gloria por los siglos de los siglos.

-No os preocupeis por eso, padre. Juro ante Dios y todos los santos que da Gloria verla... -le responde mientras sonríe mirando de soslayo por la ajimezada ventana...


La foto del capitel es de Antxón Aguirre Sorondo.
La de la ventana geminada de Santi Usabiaga.
La panorámica de Munarriz proviene del blog: http://ricardoenbici.blogspot.com.es/

© Mikel Zuza Viniegra, 2013