lunes, 16 de julio de 2012

LAS NAVAS DE TOLOSA


Cerca de Úbeda, 16 de julio de 1212


Otras veces, en otros combates, en Aquitania, en Chipre, en Africa, lo que más te gustaba era la tremenda algarabía que se levantaba sobre el campo de batalla. Ese ruido que no deja pensar, y que sólo permite actuar, hacer lo necesario para salvar tu vida y la de quienes te siguen...




Pero hoy es diferente. Docenas de miles de guerreros prestos a destrozarse los unos a los otros y no oyes nada, apenas un susurro, un bisbiseo molesto que se cuela bajo el yelmo y el almófar. Y no es por llevar todo ese hierro ardiente encima, ni por tener ya cerca de sesenta años y haber perdido los reflejos de la juventud. No. Es sólo la concentración absoluta que ese momento clave requiere.




Porque estás allí, junto a tus siempre traicioneros parientes, los reyes de Castilla y Aragón, haciendo frente al mayor ejército jamás reunido por el Califa de Marruecos. Y lo irónico es que ahora podrías estar a salvo en tu castillo de Tudela. Pero fuiste tú quien te empeñaste en venir, con esa típica testarudez tuya que hace inútil cualquier propuesta de tus consejeros, que te insistieron en que no tenía sentido alguno ayudar a quienes te habían arrebatado la mitad de tu reino...


Es más, todos creen que fue el untuoso obispo Ximenez de Rada quien te convenció de acudir a este páramo donde hoy está a punto de desatarse el Infierno, y que te amenazó con la condena del Papa para conseguirlo. Pero sólo tú sabes que eso no es cierto. Sí, tuviste que soportar la cansina homilía del trepador clérigo, nacido en Navarra, pero desde muy joven al servicio de los castellanos. Pero no fue esa supuesta intimidación la que removió tu férrea voluntad...


Mientras Ximenez hablaba y hablaba, anunciando el peligro al que quedaría expuesta toda la Cristiandad si el rey de Castilla era derrotado una vez más, como ya había ocurrido en Alarcos, y trataba de provocar tu ira anunciándote que el Califa había prometido quemar todos los libros sagrados de los cristianos que fuese capaz de halllar, frailes mozárabes llegados de Al-Andalus iban exponiendo ante tus ojos planos, mapas y miniaturas que mostraban el tremendo poder acumulado por los seguidores de Mahoma. Uno de aquellos dibujos te sacó de tu letargo: aparecía allí representado Muhammad Al Nasir, el mentado Califa de los almohades que tú habías tenido la desdicha de conocer hacía quince años. Supiste entonces que el momento había llegado. Por fin...


La verdad es que el sultán nunca luchaba, pues tenía a muchos otros que lo hicieran por él. Prefería situarse siempre en un lugar elevado para que sus tropas pudiesen verlo desde cualquier lugar de la liza. Iba también siempre vestido de verde, el color de los hijos del Islam, y arengaba desde allí  a sus tropas moviendo una cimitarra de oro en la mano izquierda y un Alcorán de tapas lujosamente encuadernadas en la derecha...


Precisamente ese libro es la razón de que hoy estés aquí. No hay ninguna otra. El Papa puede creer que lo has hecho por miedo a su ultraterrerno poder, el obispo porque te importa la Cruz más que la Media Luna, Alfonso de Castilla y Pedro de Aragón por no tolerar ser menos que ellos. Pero la única verdad es que aquél volumen de cuero rojo como la sangre, con un águila de oro que sostiene una esmeralda verde entre sus garras en la portada, y que ahora mismo, apenas a novecientos pasos de donde te hallas, agita en sus manos el Califa, es tú único objetivo en este día...


Y mientras todos los obispos, frailes y sacerdotes allí presentes comienzan sus últimas salmodias para impetrar el auxilio divino antes del choque, tu mente viaja quince años atrás, cuando, desesperado, acudiste a la corte del Sultán para rogar que te ayudase contra ese mismo rey de Castilla que ahora tiembla de miedo a tu lado...


¡Y qué palacios de ensueño encontraste al otro lado del mar! Y todos ellos en manos de fanáticos envueltos en perpetuas telas tan negras como sus pensamientos. Sólo una persona no se plegaba a aquella tristeza eterna: la princesa Najma Aaminah Faatina Al Janna, la hija del Califa. Y mientras las devociones latinas se van extendiendo por el campo de batalla, tú sólo repites ese nombre, igual que has hecho una y otra vez desde entonces: Najma Aaminah Faatina Al Janna, Najma Aaminah Faatina Al Janna. Estrella, Señora de paz y armonía, Fascinante jardín del Edén...


Y recuerdas la primera vez que la viste, desnuda entre sus dos criadas, bañándose confiadas en el estanque, al otro lado de los muros del harén. Y la primera vez que hablaste con ella, empleando la aljamía aprendida en Tudela, y la primera vez que la abrazaste, y resultaba ella tan graciosa y pequeña,  que se perdía entre tus brazos de gigante, igual que la paloma que huye del águila...




Y llegasteis a pensar que vuestro amor abriría un tiempo nuevo, en el que las distintas religiones alcanzarían por fin la paz. Y jurasteis conocer cada uno mutuamente la del otro. Y ella ordenó a sus mejores escribas que compusieran el Alcorán más bello que se hubiera visto en el mundo desde los tiempos del Califa Harún Al Rasheed. Y enviaste tú mensajeros veloces a Navarra para que el canciller Ferrando Pérez de Funes elaborase a toda prisa una segunda Biblia, aún más lujosa que la otra que completó para ti, y que llevas siempre en la alforja de tu caballo.


Y cuando pudisteis al fin intercambiaros aquellas dos joyas, mucho es lo que aprendisteis cada uno de la sabiduría del otro. Y eso que como supiste después, está escrito en el Alcorán:

-"Si se hiciesen cálamos de los árboles que cubren la Tierra, y la tinta fuese el mar, aunque siete mares más se le añadiesen, no se agotarían las palabras de Alá..."


Y con esa base de concordia acudisteis al Califa para que bendijese vuestra unión. Pero Al Nasir, el hermano de la princesa, con la inquina de todos los envidiosos, intrigó ante su padre para que antes de la boda mostrases tu valor aplastando la penúltima rebelión bereber.



Y mientras tú te internabas en lo más profundo del desierto, y Najma te despedía desde las almenas de la Alcazaba, pagó el malvado Al Nasir a los muecines de todas las mezquitas de la Medina para que gritasen a los cuatro vientos estas suras:


-"Alabad el nombre del Altísimo que construyó y luego derruyó. Que permitió crecer vuestra grandeza y luego dijo: ¡basta! Que hizo brotar la hierba sobre la sangre derramada y transformó vuestra pujanza en pasto seco. Recordad. Recordad. Fue la ira de Dios quien asoló tanta magnificencia. Para que aprendieran los humanos que su majestad no es infinita, ni infinito su amor, ni infinitas las pruebas de su amor..."


Y cuando volviste victorioso, las turbas enardecidas te esperaban para matarte, igual que habían hecho con el Califa y con la princesa, cuyas cabezas cortadas colgaban de la puerta principal de la ciudad. Y hubiste de huir a uña de caballo, y volviste a Navarra, pero tu corazón se quedó allí, con Najma. Y no te has vuelto a casar, ni has de hacerlo ya nunca, y tu dinastía ha de morir contigo, y no te importa que así ocurra...


Hasta que un día, igual de gris que todos los anteriores desde que saliste de aquel país al otro lado del mar, llegaron a tu castillo de Tudela aquél aprovechado obispo y sus frailes. Y en una de sus ajadas miniaturas volviste a ver al maldito Al Nasir empuñando el Alcorán que Najma ordenó confeccionar para ti. Y recordaste entonces lo que dejó escrito el Profeta:


-"La venganza es como la ola del mar, que nace donde sólo Dios lo sabe, pero indefectiblemente viene a morir a la playa. Así, a quien haya cometido el mal, nadie podrá impedir que le llegue su castigo, ni podrá esconderse el criminal tras el telón del tiempo..."


-Y ahora cierras las correas de tu yelmo para no tener que besar la Cruz que atada a un astil te presenta el obispo, porque hace tiempo que no crees en nada. Pues... ¿Dónde estaban Dios o Alá cuando mataron a Najma? Y a través de las estrechas rendijas, centras tu mirada en Al Nasir y en el libro, rodeados de soldados negros encadenados. Y entonces oyes a Pedro de Aragón y a Alfonso de Castilla -tan cobardes como siempre-, hablar de la conveniencia de huir. Pero tú harás lo que has venido a hacer, te cueste lo que te cueste, así que alzas tu maza más pesada, espoleas violentamente tu montura y avanzas directamente hacia aquel cerro donde te espera tu destino. Y los demás que hagan lo que quieran. Y detrás tuyo se lanzan como un solo hombre los pocos caballeros navarros que has dejado venir a esta aventura, pues no estás tan loco como para poner en peligro todo el reino por una deuda que es exclusivamente tuya. 




Y comienzas a destrozar cabezas, a esparcir sesos, a quebrar huesos con la única fuerza de tu brazo, y por la brecha que vas abriendo se derrama el resto del ejército cristiano, poniendo en fuga a las tropas musulmanas.Y tú ya tienes enfrente el cerco de los soldados imesebelen senegaleses, que han jurado dar su vida por la del Califa, que al otro lado de las cadenas ve aterrado como se acerca la hercúlea figura del rey de Navarra...


Y golpeas los hierros y los cráneos con tanta fuerza que no hay diferencia alguna entre el hueso y el metal, e igual  romperías los muros de Jericó si los tuvieses delante. Y haciendo que tu caballo afiance sus patas traseras sobre los cuerpos muertos de los esclavos, sueltas la maza y desenvainas tu espada, esa tan alta como el hijo que nunca tendrás, y haciéndola restallar en el aire cortas de cuajo el brazo con el que Al Nasir sostiene el Alcorán que te pertenece. Y no te importa que sus servidores lo pongan a salvo montándolo en un alazán. Tú sólo tienes ojos para el libro... 


Y con él en la mano entras en la haima del recién huido, y buscas entre el montón de biblias preparadas para ser destruidas, aquella que tú regalaste a Najma. Y cuando la encuentras, envuelves juntos los dos volúmenes con una fina tela de terciopelo, y los pones en la alforja, y te alejas de allí sin participar en la rapiña a la que se están lanzando avidamente los vencedores. 


Y cuando Pedro de Aragón y Alfonso de Castilla comienzan a repartirse los tesoros de Al Nasir, deciden que la parte principal del rey de Navarra esté formada por aquellas cadenas que ha partido como si fueran de pergamino. Al fin y al cabo -le dice riendo el castellano al aragonés-, seguro que ese viejo huraño ya no distingue el oro del hierro...  


Y ya en tu castillo de Tudela, cuando vuelves a quedarte tan solo como lo estás siempre, abres la Biblia de Najma y lees con lágrimas en los ojos lo que escribió otro rey hace miles de años: 


¡Cuán hermosos son tus pies en las sandalias, oh, hija de príncipe!

Los contornos de tus muslos son como joyas,
obra de mano de excelente orfebre. 


Tu ombligo como una copa redonda
en la que nunca falta bebida.

Tu vientre como montón de trigo cercado de lirios.
Tus dos pechos, como gemelos de gacela.
Tu cuello, como torre de marfil;
Tus ojos, como los estanques de Hesbón junto a la puerta de Bat-rabim;
Tu nariz, como la torre del Líbano, que mira hacia Damasco.
Tu cabeza encima de ti, como el monte Carmelo;
Y el cabello de tu cabeza, como las cortinas de púrpura del rey
suspendidas en los corredores de su palacio.

¡Qué hermosa eres, y cuán suave,

Oh, amor placentero!..."

Y al día siguiente, muy temprano, haces llamar al maestro que fabrica tus monedas. Y le muestras en el libro abierto el símbolo que a partir de ahora llevarán las tuyas para recordar perpetuamente a tu amada Najma Aaminah Faatina Al Janna. Estrella, Señora de paz y armonía, Fascinante jardín del Edén...





 

Y, si se atreve, que venga a Navarra el mismísimo Papa de Roma a pedirte cuentas...


 

© Mikel Zuza Viniegra, 2012

Las fotos del sepulcro de Sancho el Fuerte son del blog:

http://roncesvallesorreaga.blogspot.com.es/2012/07/sancho-el-fuerte-y-su-real-nariz.html