viernes, 1 de junio de 2012

ODISEA ESPACIAL



Aralar, 1 de junio de 1335


Nada, que no hay manera. Es como si de repente se hubiese quedado sin fuerzas. Intenta, como tantas otras veces iniciar el despegue vertical pero apenas puede elevarse cinco o seis varas del suelo. Y volar a esa mísera altura hace difícil pasar desapercibido, así que tendrá que hacerlo de noche...

Y es que sabe perfectamente dónde ha de acudir para obtener ayuda, así que con un titánico esfuerzo estira sus anquilosadas alas e inicia el descenso hacia el valle. En condiciones normales no le hubiera costado más de lo que duran tres avemarías, pero ahora hubiese podido recitar tres docenas de credos antes de atisbar por fin la herrería. 

Sabe que no son horas, pero no duda en llamar fuertemente a la puerta varias veces, hasta que por fin una ventana del primer piso se abre y María de Aldatz, enarbolando un candil, se asoma somnolienta. Y no le sorprende gran cosa ver un ángel delante de su casa, pues en aquellos tiempos medievales eran estos encuentros algo mucho más corriente que ahora, y a nadie llamaban la atención especialmente. 

Primero le ayuda a dejar la cruz en el suelo, que llevarla de continuo por encima de la cabeza exige un esfuerzo sobrehumano, nunca mejor dicho. Y tras escuchar los síntomas de flojera generalizada que su paciente le narra, revisa concienzudamente cada tornillo, cada soldadura, cada junta metálica, hasta que descubre que la escafandra que protege su cabeza está abollada, y su visera de cristal rajada. 


-Este ha de ser sin duda el motivo -le explica- de que hayáis perdido vuestro arcangélico vigor, señor San Miguel. Quienes estáis acostumbrados a las purísimas atmósferas de las siete escalas celestes, no soportáis fácilmente el aire viciado de la Tierra, y por eso procuráis habitar siempre lo más alto de las montañas. Sellaré de nuevo vuestro casco, pero luego deberéis atreveros a poner a prueba la reparación ascendiendo más allá de las estrellas. ¿Creéis que estáis preparado?


-Nunca me han asustado las alturas, doña María. Haced vuestra labor, que yo cumpliré con la mía. Y para que no se note la reparación, fundid esta alianza de plata que traigo conmigo, que es la que yo mismo mostraba en el retablo de cobre dorado y esmaltado de mi santuario. Como casi nadie se había fijado en ella, nadie la echará tampoco ahora de menos, y pensarán que sólo estoy haciendo un gesto curioso con mi mano derecha...

Y dicho y hecho, el fuego de la fragua de Aldatz, sabiamente administrado por María, va restaurando punto por punto las doradas articulaciones angelicales. Y ya se asoma el sol cuando todo el proceso  está terminado. Y sí que se siente San Miguel más fuerte que antes, pero no lo suficiente como para emprender viaje hacia más allá de las esferas que iluminan el firmamento. Y no es nada extraño, pues por los rudimentos de Aeronáutica que María posee, resulta obvio que para llegar a esos niveles hará falta un combustible que pueda pasar de sólido a gaseoso, igual que esas astronaves que parten desde Cabo Gabarderal. 

Y lo único que se le ocurre para que todo esta aventura llegue a buen término, es recomendarle que en un vuelo se llegue hasta Goldaratz, donde ese proceso químico se da tan frecuentemente. Y como ya es de día, y no es cosa de llamar demasiado la atención, no viaja San Miguel por los aires como acostumbra, sino por lo más profundo del río Larraun, lo que le permite de paso comprobar el refuerzo de su escafandra. Y se arrodillan las truchas y aplauden con sus pinzas los cangrejos al paso de tan sumergido procesionante, que en agradecimiento bendice aquellas aguas para que de allí en adelante ningún impío pescador pueda volver jamás a molestarlos. 

Y cuando llega al famoso restaurante ya le están esperando, que la diligente María ha mandado aviso con un halcón peregrino. Por eso le tienen preparadas hasta veinte ollas repletas de alubias con todos sus sacramentos. Y pocos hombres podrían llegar a igualar ese record de comilón arcangélico, aunque haberlos, haylos, el cronista puede asegurarlo. Y va engullendo San Miguel una caldera tras otra hasta dejarlas más limpias que el espejo en el que se mira la reina de Navarra. 

Y para ayudar en el esperado proceso electrolítico pide también para finalizar una copa de patxarán, para que actúe a modo de espoleta. Así que hace que los allí reunidos se aparten hasta quedar a salvo, y les pide que cuenten hacia atrás, desde el número diez hasta el cero. Y cuando se alcanza esta cifra, se oye tal estallido que parece que se van a juntar las Dos Hermanas, y los que no quedan cegados por el resplandor, pueden ver al santo arcángel elevándose a velocidad de crucero. 


Y así alcanza sin gran dificultad el espacio exterior. Y se para un momento allí a saludar a San Gagarín de Kiev, que es santo ortodoxo y cosmonauta donde los haya. Y también a los presuntuosos beatos irlandeses San Armstrong, San Aldridge y San Collins, que mucho rabian al verle alejarse hasta regiones a donde ellos no podrán llegar nunca.

Y sigue ascendiendo hasta llegar a los confines donde habitan los serafines, los querubines, los tronos y las potestades. Y justo allí mismo recibe un mensaje de María, emitido desde el observatorio astronómico del monte Artxueta, pidiéndole que regrese ya a Aralar, no vaya a ser que acabe olvidando a quienes llevan adorándole desde hace tantas generaciones y que, al ser como niños, necesitan día y noche su protección contra todo tipo de dragones. 


Y como le parece esa petición muy acertada, baja vertiginosamente hasta su santuario, aunque por las prisas no atina aterrizar en su altar, sino que va a caer con estrépito en el agujero que permite vislumbrar la cueva de donde salían aquellos enormes endriagos. Y para poder escapar de allá ha de agrandar con mucha maña el exiguo perímetro del hueco, cosa que nunca le agradeceremos bastante todos los buruandis que hasta allí lleguemos a visitarle...



© Mikel Zuza Viniegra, 2012