miércoles, 4 de abril de 2012

CONTRA TODO Y CONTRA TODOS I


Izagaondoa, 4 de abril de 1316

Está el camino a Urroz tan concurrido hoy, que bien se nota que es día de feria y mercado. Y queda Mendinueta tan al paso, que a la sombra de su airoso torreón espera el joven Guillén de Zuazu que llegue aquella a quien tanto quiere.

Rebeca se llama. Hija de Isaac de Monreal, el más próspero mercader de la villa, y ya se acerca montada en una mula enjaezada tan ricamente, con tantos cascabeles de plata, que cada paso que da deja oír tantas armonías como si la escoltase un nutrido grupo de juglares.

Les separa la religión, pues ella es judía y él cristiano; también el dinero, pues él, aunque caballero, no posee más riqueza que la que sus manos arrancan cada año de la tierra, mientras que ella heredará algún día todos los bienes de su padre; incluso las Leyes, pues las del rey de Francia, que rigen ahora también en Navarra, prohíben taxativamente las uniones entre quienes no profesen un mismo credo. Pero cuando están juntos, nada de todo eso importa, y hasta parece como si los lirios blancos y violetas que bajan desde Izaga en sinuosas oleadas, lo hicieran sólo servirles de alfombra a ellos dos, y como si San Miguel hubiese ordenado a todas las aves del valle que custodiasen a los amantes desde lo alto. Es por eso que, cuando ella tiene al fin que marcharse, bandadas de cardelinas le muestren el camino a casa con sus alegres vuelos rojos, pardos y amarillos…

Y cuando Guillen vuelve a su vetusto caserón de Zuazu, ve que hay junto a la puerta un amenazador estandarte negro en el que campea una cruz blanca, los mismos colores que cubren la gualdrapa del caballo que pasta junto al granero. Sobre la silla reposa un encapuchado halcón. Conoce de sobra a quien pertenece todo este despliegue: a Martín de Larrangoz, comendador de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén en Indurain que, por la seriedad de su rostro, parece estar hablando de algo importante con su anciana madre.

-Ya iba a marcharme, Guillén, que mucho es el rato que llevo esperándote, aunque imagino que habrás tenido sin duda labores más urgentes que desempeñar… –le espeta Martín sin disimular el doble sentido.

-Entrad en casa, Madre, que parece que don Martín y yo tenemos cosas de qué hablar… –dice conteniendo la ira el recién llegado-. Si habéis venido a repetirme la oferta de que me una a vuestra Hermandad, la respuesta es la misma que siempre os he dado: ni estoy interesado en recibir órdenes de nadie, ni comparto vuestro odio hacia quien no piense como vos.

-Ya lo suponía, pero precisamente le decía a tu madre que es una pena que no quieras ampliar tus horizontes, y que pongas todas tus esperanzas en sacar adelante una posesión tan exigua como ésta. Sabes que esta es zona de muchas tormentas, y que cualquier tempestad puede arruinar lo que aún este por cosechar, o provocar un incendio en lo que ya esté guardado…

-Yo también supongo que os referís a una clase de tormenta cuyo manto será negro, con una cruz blanca pintada, ¿no es cierto? Pues sabed que me basto yo solo para defender lo que es mío…

-¿Con qué armas? ¿Con sardes y layas? No veo lanzas ni escudos colgados en el portal... Reflexiona, Guillén. El resto de los jóvenes caballeros del valle están a punto de aceptar mi propuesta, incluso los de los valles cercanos. Pedro de Redin y Jimeno de Lizoain, por ejemplo, a quienes conoces desde niños, son desde hace meses miembros de la Orden...

-Sí, y ya sé que les habéis “pagado” ordenando replicar en las portadas de las iglesias de sus pueblos el modelo que tan presuntuosamente hicisteis construir en la vuestra: un caballero con la cruz de San Juan en el escudo a un lado, y al otro vuestras armas: un águila atrapando una liebre. ¿Lo repetiréis también en los templos de Izagaondoa?



-Pues ya que me lo preguntas: sí, esa es mi idea. Muy pronto todas las iglesias del valle llevarán mi retrato y mis armas en sus pórticos, porque ya habrás adivinado que yo soy el representado, y así todos sabrán quién es el dueño de este territorio. Y cuando el Gran Prior vea como he aumentado las posesiones de mi encomienda, será a mí a quien nombre para sucederle, y quién sabe si no acabaré llegando a ser Gran Maestre de San Juan, allá en la isla de Rodas…

-Allá vos con vuestros sueños de grandeza. Yo no los tengo, ni sé ni quiero saber dónde está Rodas. Me basta con poder subir a San Miguel cuando me apetezca o beber en la fuente de Leguin cuando tenga sed. No necesito vuestro hábito negro para eso…

-Enternecedor, Guillén, pero como comprenderás no puedo dejar que tu ejemplo cunda entre quienes aún se debaten en la duda de si acceder o no a mis peticiones. Te arrepentirás de tu estupidez. Tú o esa hebrea a la que sirves de perro faldero. Tienes escandalizado a todo el valle con tu impía conducta, pues no es de buen cristiano haber olvidado que ella pertenece a la raza maligna que crucificó a Nuestro Señor. Y es a mí, como humilde servidor de Cristo que soy, a quien corresponde recordártelo de una forma que nunca olvidarás…

Y entonces ve Guillén como el comendador desata a su halcón, que sale volando raudo hacia el suroeste. Entre grandes carcajadas, le grita el señor de Larrangoz:

-Corre, Guillén, corre. A ver si puedes salvar a tu judía. De vuelta a casa detiene siempre a su mula para que abreve en la fuente de Najurieta. El aska tiene la profundidad justa para que una mujer tan menuda como la que te tiene hechizado pueda sufrir un “accidente”. Mis hombres están esperando mi señal, así que en cuanto vean llegar a mi halcón, cumplirán mis órdenes de ahogarla. Hubieras podido conservarla como amante de haber aceptado mi ofrecimiento, pero ahora te haré cumplir el voto de castidad de una vez y para siempre… (Continuará)

Y esta historia hace la número 150 desde que empecé con estas Crónicas. Siempre está bien volver al valle ancestral, y mucho más si sirve para conmemorar tan redonda ocasión...


© Mikel Zuza Viniegra, 2012