martes, 17 de enero de 2012

CORAZÓN DE PIEDRA I


Fotografia obtenida del blog: http://mariano-sinues-del-val.suite101.net/el-caballero-cruzado-de-san-cernin-a30911

No recordaba cómo empezó todo, ni siquiera si lo había sabido alguna vez. Tan sólo tenía claro que la noche de cada tres de septiembre, únicamente esa noche, Dios sabría el por qué, el postrer rayo de sol recorría de izquierda a derecha la vidriera que bañaba con su luz el muro izquierdo de la nave mayor, incrustando de gemas lejanas su armadura y la gualdrapa de su caballo, gracias al pálido reflejo de los cristales emplomados de colores.

A su tibio contacto, el gigantesco caballero resucitaba de su sarcófago de piedra y, poco a poco, sin que las escasas beatas que recitaban sus oraciones allá abajo se diesen cuenta, iba estirando sus agarrotados miembros, atrapados en la misma posición durante doce meses, y también los de su montura, el fiel Aristarco, al que a duras penas podía contener, tirando muy fuerte de sus riendas, en su fugaz retorno a la vida.

Luego, cuando las últimas velas se apagaban, y no quedaba más luz encendida que la que oscilaba en la lámpara del sagrario, y los fieles ya habían salido del templo para volver a sus casas en la Rúa Mayor o en las Tecenderías, él sabía que podía descender a la nave, primero siguiendo la dirección que la mano diestra de Dios le señalaba implacable, y luego atravesando el coro para bajar peldaño a peldaño los escalones.

Llegados a su destino, jinete y montura doblaban reverencialmente sus cabezas ante el altar mayor y, tras una breve plegaria, volvían sobre sus pasos dando la espalda a la pared que les aprisionaba durante el resto del año, para acabar mirando justo al muro contrario, donde se abría la gran puerta al claustro de la Iglesia del Señor San Cernin de Pamplona, sobre la que otro caballero de piedra, casi gemelo de su oponente, aunque marchando en dirección contraria, ostentaba en su bandera y en el escudo con que cubría su cuerpo, tres horribles y enormes sapos negros: las armas del Demonio...


-Es la noche señalada, innoble Belial –gritó con su pétrea voz el caballero desde el suelo de la nave-. Id desperezando también a vuestro corcel, el bestial Lucifer. Yo, Jorge de Nicomedia, defensor de Cristo, os lo ordeno.



Y a tan sagrada invocación respondían los sombríos caballo y caballero dando la vuelta y llegándose al coro, hasta que el sonido de cascos retumbaba sobre los peldaños y ambos se encontraban frente a frente con sus adversarios.

-Esta vez no os lo pondré tan sencillo como hace un año, Jorge maldito. Si no llego a tropezar con la tumba de los Cruzat, os hubiese derrotado al fin.

-No me pareció que me concedieseis tantas facilidades, señor Belial. Si no fuésemos de piedra, creo que alguna vez saldríamos malparados de nuestros combates. En cualquier caso mi valedor es y será siempre más poderoso que el vuestro. A él me encomiendo, como cuando derroté al dragón y liberé a la princesa.

-Sois muy presuntuoso, porque, por su ínfimo tamaño, aquel “dragón” a duras penas podría considerarse un lagarto, y la que llamáis “princesa”, era tan fea y corcovada, que el rey su padre quiso quitársela de encima endosándosela al primer incauto que cayese en su trampa dragonera, que casualmente fuisteis vos, tan ingenuo como de costumbre…

-Cada año contáis la historia con más detalle, señor Belial –rió Jorge-. Pero la realidad es que vencí al dragón entonces, y que tengo varias cicatrices bajo la cota de malla para demostrarlo. Y ahora os venceré también a vos, como llevo haciendo desde que nos esculpieron a los dos, allá por el año de gracia de 1297. A mí con los mismos aguerridos rasgos y atavíos del buen rey Teobaldo II, y a vos con los de su archienemigo el sultán de Túnez. Y quiso Dios que cobrásemos vida cada 3 de septiembre para su mayor alabanza y gloria. Desde entonces hemos luchado 93 veces ya, y jamás habéis podido derrotarme. Pero me agrada que sigáis creyendo que podréis conseguirlo alguna vez: le da interés al duelo, que por cierto va siendo hora de que comience ya, aunque no haya princesa a quien liberar...

Cada uno se dirigió entonces a su lugar. Jorge, al lado del altar, y Belial, al lado contrario. A una señal de la Dextera Domini, los caballeros se acometieron atronando la nave con sus gritos de guerra.

En una primera embestida, las lanzas pasaron cerca de sus cuerpos, pero no llegaron a impactar, así que volvieron grupas y se enfrentaron de nuevo, pero esta vez la lanza adornada con la cruz fue a incrustarse en el escudo de los tres sapos, haciendo que Belial cayese violentamente al suelo.

-Parece que deberéis esperar vuestra oportunidad un año más, aunque reconozco que vais mejorando con la edad, porque ahora ya conseguís resistirme un asalto –dijo Jorge mientras descabalgaba y ayudaba a levantarse a su enemigo.

-¡No necesito vuestra ayuda para nada! –gruñó el caballero sombrío agitando su cabeza-. Os juro que la próxima vez seréis vos quien muerda el polvo.
-Esperaré impaciente hasta que podáis cumplir vuestra palabra, aunque sé bien que los de vuestra clase jamás lo hacen, y únicamente maquinan para lograr que caigan más almas en vuestro plato de la balanza. Mas apresurémonos en regresar a nuestros muros, que pronto el sacristán comenzará a preparar el templo para la primera misa.

Mientras Belial y Lucifer comenzaban a subir las escaleras del coro, Jorge reparó en un pasquín colocado sobre uno de los pilares. Leyó:

“Mañana será entronizada en su capilla la nueva efigie de Santa Catalina de Alejandría, gracias a los desvelos de su Santa Cofradía”.

-Interesante noticia –pensó mientras picaba espuelas para que Aristarco comenzase también el ascenso-. Cuando ya estaba situado en su muro, se despidió de su rival, que le observaba de reojo, con un “hasta el año que viene”, cuyos ecos rebotaron en las bóvedas que ya empezaban a iluminarse con los primeros rayos de sol.

Pasó un nuevo año, y como cada tres de septiembre, los dos caballeros volvieron a encontrarse en la silenciosa nave. Pero esta vez ambos se sorprendieron con la cantidad de velas que ardían ante la imponente figura de piedra de una bella dama coronada, con una pequeña rueda dentada en su mano izquierda, y una espada en la derecha con la que mantenía prisionero a un pequeño reyezuelo situado a sus pies.

Imagen de Santa Catalina de Beroiz, hoy en el Museo Diocesano de Pamplona

-Somos Jorge y Belial ¿Podéis hablar también vos, señora mía? –interrogó el caballero a la nueva habitante de su pequeño mundo.

-Puedo. Y me maravilla que vosotros también podáis hacerlo, pues cuando esta noche noté como las luces del último rayo de sol bañaban vuestra silueta, y sentí como la vida nacía en mi interior, observé que ninguna de las demás estatuas que nos acompañan tenía el mismo don, y tuve miedo de no poder hablar con nadie…

-Siendo mujer, no poder abrir la boca habría sido mayor castigo que los que mi amo imagina continuamente para los pecadores que caen en sus dominios –observó Belial irónico.

-No hagáis caso a este torpe remedo de gentilhombre, Catalina –terció galante Jorge-. No está acostumbrado a tratar con damas, al contrario que yo, que frecuentaba a princesas desde mi más temprana juventud allá en Palestina.

-Yo soy egipcia, no están nuestras patrias tan lejanas. Seguro que cuando nos conozcamos nos llevaremos bien.

Y así fue. Cada vez que la cita anual convocaba a los tres personajes, Jorge, que seguía venciendo sin dificultad a su oponente, ofrecía el triunfo a Catalina, que previamente le había anudado su pañuelo en el brazo que empuñaba la lanza. Después, Catalina les refería cómo había transcurrido el año, y les hablaba de las cosas que le solicitaba la gente en sus silenciosos rezos, y de como siempre que podía ayudaba a quien de forma tal se lo pedía. Y también les contaba cómo era el Rey de Navarra, y cómo vestían sus hijas, las bellísimas princesas Juana, María y Blanca, cuando iban a visitarle en su capilla...

Y muchas noches salían al jardín del claustro, donde mientras Belial cuidaba de los caballos, dándoles de beber en el pozo central, Jorge y Catalina conversaban sentados en una de las crujías, cantando las alambicadas canciones de sus lejanas tierras natales de oriente, o simplemente juntando sus bocas de piedra a la brillante luz de la misma luna llena que iluminaba los amores del resto de los habitantes de Pamplona.

Al principio Belial no estuvo muy conforme con su papel, pero tuvo que aceptar que, como le dijo Jorge una vez:

-Es inútil darle demasiadas vueltas, amigo: son siempre las mujeres quienes eligen.

Y los años fueron pasando, aunque quizás no a la misma velocidad para todos, porque quien sabe si es lo mismo un año para los hombres que para las figuras talladas en piedra. Hasta que llegó la noche terrible del tres de septiembre de 1758… (Continuará)


© Mikel Zuza Viniegra, 2012