martes, 15 de noviembre de 2011

TÚ ME DESTIERRAS POR UNO...


Tafalla, Mayo de 1456

"... Bien conocido es por todo el mundo, en Navarra y en otras tierras extranjeras, como mi hijo Carlos, príncipe de Viana, ha mostrado una y otra vez su desobediencia y su ingratitud para conmigo, que fui quien lo engendró y quien le dio la vida que ahora emplea en hacerme guerra abierta, hasta el punto de haberse batido personalmente contra mí en el campo de batalla de Aibar.

Y muchos otros agravios tengo sufridos, que expondré en tiempo y lugar convenientes, cuando se juzgue a mi hijo por traición, y que demostrarán hasta dónde ha llevado don Carlos el olvido del respeto y la obediencia, y el desprecio de todo derecho divino y humano. Por todos esos motivos, puedo yo castigar con rigor a dicho príncipe y también a su hermana la princesa Blanca, que le ha favorecido y ayudado siempre con todo su poder, a pesar de mis órdenes, residiendo y estando continuamente con él, y participando por tanto de su desobediencia.

No obstante, como acostumbro, haré uso de mi paterna clemencia si antes del mes de enero hacen ambos acto de sumisión a mi persona. Mas si para entonces no se han sometido o dan pruebas manifiestas de su obstinación en el error, haré instruir su proceso, en el que se les privará perpetuamente de su derecho a la sucesión. A ellos y a sus descendientes, sea cual fuere su calidad. Procederé y haré proceder contra ellos, y contra cada uno de ellos por todas las vías y medios de derecho y de hecho que me sean posibles, sin esperanza de remisión, reconciliación o perdón alguno.

Así pues, la sucesión de Navarra se transferirá al señor conde de Foix, en consideración a estar casado con mi otra hija, Leonor, y a los hijos que ambos tienen en común.

A partir de entonces el príncipe de Viana y su hermana la princesa Blanca serán considerados como muertos, y tenidos por miembros amputados de la Casa Real de Navarra, por haberse hecho culpables de tan gran ingratitud y desobediencia...

El conde de Foix me ayudará con sus tropas a reducir las ciudades y poblaciones que aún defienden a don Carlos, y no me abandonará hasta la completa reducción del reino a mi poder. Se concederá a dichas tropas la libertad de saqueo como es la costumbre y el uso de la guerra, y cuando todo el reino sea reconquistado, dicho señor conde me sucederá como rey de Navarra cuando mis días se cumplan.

Así lo juro y lo rubrico sobre la Cruz y los Santos Evangelios por nos tocados manualment, et reverencialment.

Adenda: Si, como es de prever, mi hijo Carlos se niega una vez más a obedecerme, sea confinado en el palacio de Tafalla y de allí sea puesto en el camino real para que abandone el reino y pueda catar las amargas hieles del exilio. Que no se le permita llevar consigo más que lo que pueda acarrear el caballo que se le entregue. Y para que no tenga queja de mi magnanimidad, que se le permita retirar tres de esos malditos libros que atestan aquellas paredes.
Finalmente, que se le cierren a piedra y lodo todas las puertas de la villa y de los alrededores, y que aquéllos que tuvieran pensado socorrerle sepan que, si se atreven a hacerlo, serán privados de sus casas, sus bienes, y aun de los ojos de sus caras, que arrancaré yo mismo si es menester y ellos me obligan.

Yo, Juan, rey ahora y siempre de Navarra y lugarteniente de mi hermano Alfonso en Aragón..."


Cada crucero, cada cerca, cada puerta de iglesia sostiene tan infamante pasquín, y parece Tafalla tan desierta como cuando aquellos años en que la peste diezmaba por centenares a sus habitantes. Por eso el golpeteo de los cascos de Aritza, el caballo de guerra de don Carlos, resuenan lúgubres en las calles que va recorriendo, como lo harían las pisadas de Belcebú en un convento de monjas.

Lleva en las alforjas lo que ha creído necesario para emprender viaje tan desdichado, pero sobre todo los recuerdos de familia que no ha querido dejar en manos de su padre, para quien todas estas cosas no significan nada.

Las joyas de su madre, doña Blanca, que antes habían pertenecido a la tía abuela Blanca, la que reinó en Francia, y que es justo que ahora vuelvan a las manos de su hermana, la única Blanca de Navarra que queda viva. Los documentos que le acreditan como el legítimo soberano de Navarra, incluida la copia del pergamino que le envió su madre desde Nieva pidiéndole que se proclamase rey sin hacer caso a su malhadado testamento, en el que le había suplicado que pidiese permiso a su padre para hacerlo. Sí, ella se había dado cuenta demasiado tarde de lo que acabaría ocurriendo, porque su marido no soltó la corona y además hizo romper y quemar el documento original. Lleva también la espada con la que fueron coronados en la catedral de Pamplona todos los reyes de la dinastía: don Felipe III, don Carlos II, don Carlos III y doña Blanca I. Y la lleva porque no desespera de cumplir su destino, por mucho que sus desgracias corran ya en coplas escritas: "si nació para reinar, ya reina en los sin ventura...".

Y lleva también los tres libros consentidos por su perseguidor, que sabía muy bien lo que le costaría a su hijo escoger entre todas las obras que han ido allí acumulandose desde los tiempos de los Teobaldos. Uno es la "Crónica de los Reyes de Navarra" que él mismo escribió mientras estuvo preso entre esos muros. Con sus cuatro partes completas, porque en la última es donde quedan bien claros sus derechos. Otro es un cantar muy antiguo, que cuenta la vida de un antepasado muy lejano de los reyes de Navarra. El tercero es un libro de poesías escritas por un piamontés llamado Cesare Pavese. Quizás pueda conocerlo de camino a Nápoles, donde tiene pensado dirigirse. Lo abre por la última página y en la soledad de aquel palacio que sabe que nunca volverá a habitar lee:


"Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como dejar un vicio,
como ver en el espejo
asomar un rostro muerto,
como escuchar unos labios ya cerrados.
Mudos, descenderemos al abismo".


El cerco amurallado queda atrás, y los guardias cierran la puerta con estrépito tras él, como tienen ordenado. Piensa mientras se aleja que esa es sólo la primera de las muchas puertas que a partir de ahora se le cerrarán...

Duda, ahora que va llegando ya la noche, si emprenderla por la Pedrera, por Macocha o por Congosto, pero para cuando se da cuenta su galopar ya lo ha llevado a campo abierto, donde sólo moran las alimañas. Allá, más adelante, una tenue luz ilumina el portal de un caserío. Quizás sea mejor pasar la noche aquí, piensa, y seguir ruta hacia Pamplona al amanecer. Y golpea el quicio haciendo mucho ruido, pero no parece que la casa esté habitada, pues nada se oye en el interior. Vuelve a golpear la puerta y pide posada como un vulgar peregrino, y entonces sí, una niña de apenas nueve años sale al umbral y así le habla:

-Príncipe, bien conoceis los designios de vuestro padre maldito. No podemos alojaros ni aun siquiera abriros la puerta de nuestra casa. Si lo hacemos, la perderemos, junto con el resto de nuestros escasos bienes y nuestros ojos serán cegados para siempre. Seguid adelante, os lo ruego. En nuestro mal, vos no ganáis nada...

Y saca Carlos entonces de su alforja uno de aquellos anillos de oro que son herencia suya y de su hermana, y lo pone en la mano de la niña mientras pica espuelas y continúa su camino. Y cuando encuentra una desvencijada ermita perdida en el monte, y allí unas pobres velas de sebo ardiendo ante el altar, aprovecha la luz para quitar la silla a Aritza y que éste pueda descansar unas horas. Y abriendo el segundo libro, aquél que narra las aventuras de su lejanísimo antepasado, no puede dejar de lamentar su condenada suerte mientras lee:


"El Campeador vino a su posada.
Así como llegó a la puerta, hallóla bien cerrada;
Por miedo del rey Alfonso, que así lo concertaran:
Que si no la quebrantase por fuerza, que no se la abriesen por nada.

Los de mío Cid a altas voces llaman;
Los de dentro no les querían tornar palabra.
Aguijó mío Cid, a la puerta se llegaba;
Sacó el pie de la estribera, un fuerte golpe le daba;

No se abre la puerta, que estaba bien cerrada.
Una niña de nueve años a ojo se paraba:
¡Ya, Campeador, en buena hora ceñisteis espada!
El Rey lo ha vedado, anoche de él entró su carta

Con gran recaudo y fuertemente sellada.
No os osaríamos abrir ni acoger por nada;
Si no, perderíamos los haberes y las casas,
Y, además, los ojos de las caras.

Cid, en el nuestro mal vos no ganáis nada;
Mas el Criador os valga con todas sus virtudes santas.
Esto la niña dijo y tornóse para su casa.

Ya lo ve el Cid que del Rey no tenía gracia.
Partiose de la puerta, por Burgos aguijaba..."




© Mikel Zuza Viniegra, 2011