viernes, 23 de septiembre de 2011

REHÉN-CARNACIÓN



Habitaciones del príncipe de Viana.
Palacio Real de Barcelona, 23 de septiembre de 1461

Su proceso va a comenzar al fin, es por tanto justo que de toda aquella cámara de las maravillas, repleta de los objetos de lujo que ha conseguido salvar tras tantas mudanzas, escoja ahora el cuerno de unicornio para acompañarle en su último día en la tierra.

En realidad ya no cree en los unicornios, igual que ya no cree en tantas otras cosas que antes le parecían tan firmes y ciertas. Nunca ha llegado a ver ninguno y eso que ha viajado por todo el occidente. Quien le vendió tan rara reliquia le explicó que tan extraordinarios animales no moraban en los bosques, como contaban todas las leyendas, sino en lo más profundo de los mares helados del norte. Y que los naturales de aquellos agrestes lugares les llaman monoceros o narvales. No son tampoco criaturas que, como todos los hombres, queden prendadas del mínimo gesto afectuoso de una gentil doncella. Al contrario, para capturarlas basta con emplear fieros arpones. Si se consigue arrancar el cuerno que les sirve de defensa justo antes de que mueran, se convierte en el más eficaz talismán, capaz de revelar con un cambio de color, cualquier tipo de veneno que pretenda emplearse contra su poseedor.

Y a fe que en aquella estancia, y en manos de don Carlos, va adquiriendo aquel amuleto todas las tonalidades del arco iris tras la lluvia, pues a medida que lo va aproximando el príncipe a cualquiera de sus pertenencias, el cuerno parpadea igual que los espejos que los vigías utilizan para mandar señales de torre en torre.

Todos los regalos enviados por su madrastra Juana Enríquez provocan en el cuerno oleadas de vivo color verde, que al decir de los sabios, es la marca del arsénico, probablemente espolvoreado en esos cómodos almohadones bordados con las armas del príncipe, listos para apoyar la cabeza sobre ellos, por última vez...

En cambio las botellas de vino del Priorat, cuya exquisitez ella tanto le ponderó, lo hacen brillar hasta alcanzar tonalidades doradas y deslumbrantes. Esa es sin duda la marca del mercurio.

¿Y esta espada con la K de "Karles" en el pomo? No ha visto arma mejor, ni más bella, ni siquiera en las tiendas más lujosas de Florencia. Pero el brillo del acero de su hoja, no puede eclipsar el rojo como la sangre resplandor de la reliquia del narval. Y ese bermejo matiz muestra la presencia de estricnina en el cuero de la vaina. El más nimio corte en la mano o en el brazo supondría una muerte dolorosísima.

Pero doña Juana no es de las que apuestan sólo por una opción. Carlos lo sabe bien, por eso imagina acertadamente que muchos de sus criados deber estar a sueldo de la usurpadora, y que por tanto no sólo sus obsequios han de estar empozoñados, sino también el ajuar heredado de su madre doña Blanca: las cajas de nácar, de ámbar, de madera blanca con incrustaciones de rubíes y zafiros. Los collares de la orden de Bonnefoi, la pequeña efigie de San Miguel tallada en piedra que lleva consigo desde que era pequeño, los tapices con la historia de Salomón de Bretaña, las sábanas de seda y terciopelo carmesí, la gualdrapa de los triples lazos para su caballo de torneo, el salterio de San Luis, y hasta las cinco espinas de la de la corona de Cristo. Todas y cada una de sus más preciadas posesiones están anegadas en cicuta, belladona, euforbio, ranúnculo, acónito, beleño, digital o mandrágora.

Sólo tiene que tocar, como tantas otras veces, uno de aquellos recuerdos de tiempos mejores, y todo habrá terminado: los disgustos, las decepciones, la traición inesperada y la agobiante adulación de quien sólo busca obtener algún favor.

Y no puede ceder ya más ante su padre, pues tras la penúltima tregua le entregó hasta las plazas que los beamonteses mantenían en su nombre en Navarra, y aun así se vio obligado además a aceptar -sopena de ejecución de lo más granado de sus partidarios-, la prohibición de vivir nunca más en Navarra. Y si no puede volver a su país, no tiene sentido seguir viviendo. Lo ha perdido todo: su corona, su esposa y su tierra. Sólo le queda la vida, y eso ya es lo que menos estima.

No se siente catalán, ni napolitano, ni sardo, ni mallorquín, ni valenciano ni aragónes. Quizás sí un poco siciliano, la isla sobre la que tan bien reinó su madre. No, sólo se siente navarro. Y sabe que hubiera reinado con justicia al lado de Agnes, y al final de su vida, sus hijos y herederos hubiesen encargado al maestro borgoñón más refinado, un sepulcro de mayor categoría aún que el de sus abuelos, para que descansasen eternamente juntos bajo las bóvedas policromadas de la catedral de Pamplona...

Sueños. Nada más que sueños. La realidad es que tiene cuarenta años ya y no ha hecho sino perder una batalla tras otra. Contra su padre, contra los agramonteses, contra sí mismo...

Acaricia entonces una pequeña bolsa de cuero que lleva siempre al cuello, donde guarda la única mixtura que su madrastra no ha incluido en su catálogo de venenos: los frutos del tejo. Y no de uno cualquiera, sino del que crece cerca de la iglesia de San Lorente en Pamplona. Él mismo maceró las bolitas rojas en un almirez hasta convertirlas en polvo. Más de una vez tuvo que resistir la tentación de ingerirlo mientras lo llevaban de prisión en prisión. Pero ahora ya no hay motivo para querer evitarlo. No lo echarán de menos, tan sólo al símbolo en el que lo han convertido.

Mueve los libros de la tabla más alta de la estantería. Uno de ellos se abre al caer. Es del autor romano Horacio. Lee:

"El tiempo acaba sacando a la luz todo lo que ahora está oculto, y encubre y esconde lo que ahora brilla con el más grande esplendor."

Pero ya no es tiempo de filosofías. Lo que busca es la última fiaschetta de vino de Marsala que le queda de las que trajo desde Sicilia. Marsala, "Marsah-el-Allah", "la puerta de Dios". Sin duda el nombre más adecuado para este momento, pues Dios no rechazará a quien tiene tantas ganas de pedirle explicaciones. Vierte en ella el tóxico y revuelve la mezcla hasta que el vino dorado toma la tonalidad de la ceniza en la que él mismo pronto se convertirá y bebe, bebe con el ansia de un hombre perdido en el desierto.

Sabe que le echarán la culpa a su madrastra, que habiéndole rodeado de venenos, no obtendrá siquiera la triste y postrera victoria de haberle acarreado la muerte. No, nadie sabrá nunca la verdad: que el siempre titubeante Carlos, al fin tomó una decisión por sí mismo.

Se acerca a la ventana, pero no ve ya Barcelona a sus pies, sino los inmensos jardines del palacio de Tafalla.


Blanquette, Cabrera, Passepoint, Ferravant y Maya, sus cinco halcones peregrinos, surcan el cielo y guían sus pasos hacia la torre en la que le espera sonriente Agnes.
Ya llega.
Por fin...



Fue escrito el día del 550 aniversario de la muerte de Carlos d'Evreux y Trastamara, príncipe de Viana.
Laus Deo.



© Mikel Zuza Viniegra, 2011