viernes, 13 de mayo de 2011

BON ANNIVERSAIRE



Desde que era muy pequeña, ha oído Berenguela que el mejor caballero de Navarra era el señor de Equisoain. Se lo ha escuchado decir durante años a su padre el rey, y también a sus hermanos Sancho y Fernando. Los tres contaban siempre con admiración las muchas hazañas emprendidas en defensa del reino por aquel leal palaciano.

Y es por eso que ahora, recién terminadas las arduas negociaciones de su matrimonio, y mientras anda aún muy ocupada recogiendo todos sus enseres del castillo de Monreal, la princesa se ha empeñado en que sea él quien encabece su escolta en su largo viaje para reunirse con Ricardo.

Pero sabe que no será tarea fácil, pues el noble vive retirado desde que su hijo murió batallando en la última invasión aragonesa. Desde entonces, y va ya para tres años, nadie le ha visto, pues dicen que no se separa de la tumba de su vástago. Incluso se ha negado a recibir por dos veces a los mensajeros de la infanta, y otra más a un heraldo de su padre, motivo más que suficiente para castigar su orgullo, si Navarra no le debiese tanto...

Así que en contra de la opinión de su consejo, que no concibe que una princesa se rebaje a jugar el papel de embajadora, sale vestida con sus mejores galas del castillo, y al poco de poner el pie en el camino real -pues queda Equisoain tan cerca que puede llegarse hasta allí paseando-, ha de apartarse hacia la ezpuenda para no ser atropellada por el archivero de Lumbier, que llega tarde a su labor, y pica espuelas sin reparar en que marcan muy claramente las ordenanzas del rey que ninguna montura ha de sobrepasar los 110 clavos de plata en sus herraduras. Y a ella le ha parecido que la del raudo jinete lleva 125 o 130. Lo suficiente para hacerle pasar una temporada en las siempre concurridas mazmorras de Monreal, si no fuera porque a los gritos de enojo de Berenguela, ha respondido él arrojándole un poema, escrito sobre la marcha, que comienza de este modo:

"No habrá en Aquitania otra dama mejor,
ni en toda Inglaterra una joya mayor,
ni habrá nunca en Ultramar estrella de más fulgor,
como las que perderá Navarra al marcharos vos..."


Y ve alejarse la princesa al vertiginoso galán, no sin sentir un punto de congoja por no haberle conocido antes que a Ricardo. Y es esa pena, aunque ella no lo sabrá nunca, compartida por el impuntual archivero...

Y guardándose el papel en su limosnera, la emprende Berenguela hacia Equisoain, y va forjando un ramo con las espigas que encañan en los campos y con las flores que bordean el serpenteante camino, no porque no haya querido traer consigo las rosas de Oriente que su futuro esposo le envió desde Sicilia, sino porque sabe bien que la ofrenda a los guerreros muertos en defensa de su tierra, ha de hacerse únicamente con los frutos que esa misma tierra da.

Y para cuando llega a las puertas del palacio, que parece flotar sobre un mar de ziapes amarillos, lleva en las manos una corona vegetal tan espléndida como ninguna otra se haya visto.

Y resuenan uno tras otro los golpes de picaporte, sin que chirríen los inamovibles goznes y cerrojos. Y grita entonces en muy alta voz:

-¡Paso franco a la señora de Monreal!

Y entonces sí que se escucha una respuesta al otro lado de los recios muros:

-¡No hay más señor de Monreal que el rey Sancho!

-¡Yo soy su hija Berenguela, infanta de Navarra y, si Dios quiere, muy pronto reina de Inglaterra, duquesa de Anjou y de Aquitania!

Y como si esos títulos hubieran vencido mágicamente a tantas y tan oxidadas cerraduras, se abre para ella el portón, y puede contemplar la princesa el desolador espectáculo del antaño pulcro y elegante patio, comido ahora por las zarzas y las malas hierbas, como una de esas oscuras selvas de las novelas de caballerías. Sólo un pequeño rincón permanece cuidado e impoluto, y en él, a la protectora sombra de un tejo centenario, reposa la figura del caballero muerto, atrapado para siempre en su eterna juventud de piedra. Y a su lado, como un mudo plorante, permanece en pie su padre, que muestra un aspecto tan desmejorado y barbudo como cuentan las gentes que lució aquel Teodosio que fundó el famoso templo de San Miguel donde Berenguela depositó hace poco el deslumbrante regalo de bodas de su futuro marido.

Y cuando ella coloca por fin la corona sobre el túmulo, a ambos les resulta imposible contener las lágrimas, de suerte que las del anciano, al surcar sus renegridas mejillas, van lavándole el rostro, casi oculto por sus hirsutos cabellos. Así que, con unas tijeras de oro que saca de la limosnera, va Berenguela volviendo a su ser al viejo guerrero, y va contándole mientras tanto su deseo.

Y aunque en un primer momento él se niega a complacer su petición, al oír que quiere ella considerarse tan hija suya como aquél que murió con la espada en la mano, y que es cosa sabida que ha de ser siempre el padre quien acompañe a la novia al altar, no puede negarse ya más, e incluso le promete que se asegurará de que Ricardo no se atreva a causar el más mínimo disgusto a dama tan encantadora.

Y esa misma tarde, ya están los hombres al mando del siempre fiel Sagastibelza, adecentando el palacio de Equisoain, para que antes de su partida, pueda doña Berenguela quedar totalmente tranquila, y emprender el viaje sin dejar atrás ningún cabo suelto.Y mientras se afana en reparar las almenas, contempla desde la torre el maestro de ingenios al archivero de Lumbier galopando desaforadamente otra vez, aunque en esta ocasión hacia Pamplona. Y no es cosa extraña, que hay que evitar a toda costa que las tropas del emir de Sevilla conquisten esta noche el Reyno de Navarra...

Y sólo por tan crucial motivo no le denuncia en ese preciso instante a los guardias de Berenguela, que como es natural visten la librea roja de la Casa Real de Navarra. Porque conoce la locura que indefectiblemente ronda a los visitantes habituales de los campos del Sadar, y no quiere dejar sin batalla homérica al viajero.

Pero para el lunes sin falta, se promete a sí mismo que ha de preparar frente al castillo una trampa muy bien camuflada, para que en cuanto vuelva el librero a pasar a toda velocidad, caiga en un profundo pozo del que sólo será sacado para ser llevado, no a las mazmorras de Monreal, que al fin y al cabo colindan demasiado con las habitaciones de Berenguela, sino a las del castillo de Peña, como muy cerca, para que aprenda el trovador que la ingeniería es arte tan noble como la poesía para pretender a princesas casaderas...

Y fue escrito todo esto el 12 de mayo de 2011, en recuerdo a Berenguela de Navarra, en el día del 820 aniversario de su boda con Ricardo de Inglaterra en la catedral de Limassol.




© Mikel Zuza Viniegra, 2011