miércoles, 5 de enero de 2011

NOCHE DE REYES






Está el buen rey don Teobaldo I abrumado por la cantidad de correo acumulado sobre su mesa, pues dio permiso a todos los secretarios y cancilleres para que pudieran pasar las navidades en sus casas, pero como no hizo lo mismo con los carteros reales, el número de misivas no ha dejado de crecer exponencialmente.

Muchas de las cartas son únicamente peticiones de favores que exigirían una investigación previa para saber si realmente merecen tales regalías todos aquellos que las solicitan, olvidando que el poder de un Rey de Navarra también tiene unos límites. Pero, repentinamente, uno de los lacrados pergaminos cae al suelo, y cuando el soberano lo recoge puede leer en su remite:

Dª María de Domezain
Palacio de Olloki
A.D. 1252 - ESTERIBAR



Y rompe don Teobaldo el sello adornado por los tres palos con bordura aspada, armas de aquellos palacios. Se coloca sobre la nariz unos modernos anteojos y lee:

-Majestad: no quisiera cansaros con la lista de todas las ocasiones en las que mi marido Pedro os auxilió cuando se lo pedísteis. Bastará con que os recuerde cómo salvó vuestra vida en aquella jornada del Monte Tauro, cuando evitó con su arrojo que cayérais en manos de las tropas del Soldán de Iconio, o cómo él fue el primero en asaltar la inexpugnable ciudad de Antioquía, cuya muralla estaba protegida por más de cuatrocientas cincuenta torres...
Justo es reconocer que vos saldásteis la deuda en aquella mítica jornada de Alamut, cuando arrebatásteis al Viejo de la Montaña los curativos frutos de su mágico jardín, salvando con ellos la vida de vuestra hueste. Muchas veces me habló Pedro de aquella milagrosa sanación, y por eso me atrevo a pediros ahora que, si aún conserváis algún pedazo de aquellos misteriosos productos de la huerta de Hassan-Al-Sabbah, me lo enviéis con premura, pues mi pequeño hijo se halla en trance de muerte, y si vos no le socorréis temo que nuestra familia llegue a su fin, pues bien sabéis que Pedro falleció hace ya dos inviernos...


Claro que recuerda el rey todo lo que doña María le ha escrito, aunque haga ya tantos años de aquellas batallas. Desde su palacio de la Navarrería no se divisa Olloki por muy poco, y sabe que en condiciones normales sería sólo un paseo, pero enero ha empezado muy frío, y todos los caminos permanecen cubiertos por un grueso manto de nieve. Aún así no puede poner a los astros y la meteorología como excusa para no ayudar a quien de manera tan gentil se lo solicita, así que se pone a revolver en su armario secreto, allí donde guarda todos los recuerdos de su paso por Tierra Santa, y entre inciensos, mirras y muchas otras especias orientales, descubre que lo que queda de aquellas sobrenaturales frutas del Alamut apenas cubre la uña de su dedo meñique. Es cierto que curó con ellas varias fiebres de sus hijos los príncipes Teobaldo y Enrique, pero no recordaba haber empleado tanta cantidad...

Y le asalta entonces la tentación de reservar ese último pedazo para sí mismo y para los suyos, pues nadie sabe cuando llegará la enfermedad a su casa, y conviene estar prevenido. Pero ve reflejado su rostro en ese momento en el espejo que le regaló una princesa árabe, nieta de don Saladino, y comprende entonces que si actuase de manera tan infame con doña María, nunca más podría volver a mirarse en azogue alguno sin sentir una profundísima vergüenza, así que acicala su larga y rizada barba blanca, se coloca la refulgente corona real de Navarra, viste sus mejores y más coloridas galas, y mete todas aquellas especias, incluida la de Alamut, en su zurrón.

Hace después llamar a sus hijos, y les ordena que se pongan también sus más lujosas ropas. El príncipe Enrique, no obstante, pide permiso a su padre para no salir de palacio en noche tan fría, y eso enfada mucho a don Teobaldo, que ve como su hijo pequeño empieza a tomar el mismo contorno que aquel Patriarca que conoció en Jerusalén, que estaba tan orondo que, antes que andar, prefería bajar rodando las escalera que une la explanada del Templo con el Santo Sepulcro...

Tras amenazarle con una buena tanda de puntapiés, don Enrique se muestra mucho más dispuesto a cumplir el mandato de su padre, aunque previendo que el viaje pueda ser largo, llena sus alforjas hasta los topes de dulces y de carbón del que fabrican en Casa Ataun, en la Rúa Mayor, no vaya a ser que queden cercados en el camino por los altísimos murallones de nieve...

El caballerizo mayor deja bien claro al monarca que es imposible que ni siquiera Jasón, su indómito corcel, pueda llegar a Olloki en aquellas heladas condiciones, pero le hace recordar que hay en las cuadras reales otras jorobadas bestias que sí poseen la capacidad todo-terreno. Se las regaló a don Teobaldo el Soldán de El Cairo, cuando por fin se establecieron entre ellos las ansiadas treguas, y aunque costó mucho traerlas a Navarra, y desde entonces lo único que han hecho ha sido comer y rezongar -que es un ruido muy curioso el que hacen estos animales-, hora va siendo ya de que demuestren su valía.

Dicho y hecho, montan los tres en aquellas extrañas cabalgaduras y se lanzan al camino, pero antes envían por delante al mensajero Sagastibelza para que les vaya abriendo la ruta. Va él subido igualmente en otra de esas gibosas monturas, cuyo nombre y figura se le hacen de lo más apropiados para bautizar algunas de esas hierbas tostadas que los vikingos trajeron de allende los mares. Y lleva también con él un gran farol de barco, pues se le ha ocurrido que así, en cuanto llegue al palacio de Olloki, podrá colocarlo encendido en lo más alto de la torre, para que su luz guíe a los tres reyes -que uno ya lo es, y los otros dos probablemente llegarán a serlo algún día-, sin contratiempos hasta su destino...

Sólo los fuegos que aquí y allá mantienen encendidos los guardas de los castillos que bordean la cuenca, dan algo de color a la desértica y helada campiña, pues los vecinos de Ansoain, Burlada, Villava y Huarte han sido lo suficientemente juiciosos como para no abandonar sus hogares en noche tan cruda. Pero a los pocos que se aventuran por sus calles, les arroja el rey, para desesperación del avaricioso príncipe Enrique, caramelos y mazapanes sin cuento, e incluso van los tres recogiendo cartas con peticiones que muchos les entregan, que no era poca cosa en aquellos tiempos poder ahorrarse los siempre carísimos sellos de cera...

Y cuando, al ceremonioso paso de las criaturas que montan, ascienden el último cerro que les impide ver Olloki, descubren que el siempre ingenioso Sagastibelza no sólamente ha encendido el farol en la torre, sino que ha colocado también otros más pequeños entre y sobre cada almena, de tal forma que parecen todas aquellas luces fiero cometa celeste, a cuyo oscilante resplandor se han ido acercando también muchos sorprendidos pastores.

Y ya les está esperando doña María en la puerta con su hijo en brazos. Han tenido que refugiarse en los establos, para que el niño reciba algo de calor del único buey y la única mula que les quedan, pues la leña también se agotó hace días y las chimeneas permanecen calladas sin poder lanzar al cielo sus cálidos mensajes de humo. Sagastibelza ya ha dispuesto varias cuadrillas de leñadores para cuando don Teobaldo y sus hijos lleguen al patio del castillo.

Y tiene don Enrique su rostro tiznado de negro, sin duda porque no ha parado en todo el viaje de comer el carbón dulce de Casa Ataun, y su hermano lleva una gruesa pelliza protegiéndole el cuello, que talmente parece el barbudo y babilonio Nabucodonosor. Y rodea el rey con su manto al pequeño, y le hace comer el último pedazo de las extraordinarios frutos del Viejo de la Montaña que, como era de prever, surte un efecto inmediato en la salud del mocete, que ríe y se mueve como si nunca hubiera estado enfermo.

Y hay aquella noche fiesta grande en Olloki, pues vuelve el palacio a llenarse del calor de antaño con los aromáticos troncos de las sabinas mezclados con los inciensos y las mirras orientales que arden en el hogar, y dan también los dos príncipes sus coronas de oro y gemas a doña María, que al punto ordena repartirlas entre todos los que han venido a ayudarla. Y si el propio rey no se la entrega, es porque la que él lleva es la misma que portaron sus antepasados, y la que ha de ornar la cabeza de sus sucesores, si Dios así lo quiere. Pero sí que saca del petate su laud y entona para todos los presentes algunas de sus canciones más alegres.

Que no es poco regalo -piensa con mucha razón- ser obsequiados por un rey trovador...



© Mikel Zuza Viniegra, 2011