viernes, 23 de abril de 2010

TEOBALDO DE BERGERAC



Está don Teobaldo descansando en la solana de los palacios de San Jesucristo, que son los que ha de utilizar cuando se halla en Pamplona, pues el obispo se niega a devolverle los de la Navarrería que levantó su abuelo, el muy sabio rey don Sancho. No es aún muy tarde, pues hace sólo una hora que el tórrido sol estival se puso tras las montañas que rodean la ciudad, y en el salón principal comienzan a reunirse los compañeros del rey y a resonar las trovas que entretendrán la noche.

La que está sonando ahora le parece familiar… Y tanto que le parece, ¡cómo que es la que él mismo compuso anteayer! Pero si no la había cantado en presencia de nadie todavía, ¿quién será el rufián que se la ha robado?

A grandes zancadas salva los escalones que le separan de la estancia, y al levantar la cortina ve con sorpresa que es su buen amigo Felipe de Nanteuil quien rasguea en el laud su balada.

-¿Quién os ha dado permiso para interpretar mi canción? –atruena el rey con su pregunta.

-Señor, no sabía que fuera vuestra... Además, se la oí anoche a un muchacho en el cruce de la rúa de la Englentina –responde demudado don Felipe.

-Pues o esto es obra del diablo, o hay más piratas en esta urbe que los que nos encontramos en el mar cuando fuimos a Tierra Santa, pues os juro que yo la compuse anteanoche, y que no había entonces nadie en la habitación que pudiera escucharla…

-Lo que podemos hacer es tratar de encontrar al bellaco que en tal brete me ha puesto, y sacarle la verdad de lo sucedido a palos.

-Muy bien tal cosa me parece, que no es justo que otros se aprovechen del trabajo de quien compone trovas con su esfuerzo, y menos aún si es para sacar provecho económico de ello.

Y dicho y hecho cambian los ofendidos amigos sus ropas por otras menos vistosas, y enfilan la rúa mayor procurando escuchar hasta la más mínima estrofa que rompa el silencio nocturno. Al llegar a la Englentina, un joven canta bajo el balcón de una casa. Ha de contener Felipe a Teobaldo, pues éste ha reconocido la canción como la que compuso esta misma tarde.

-¡Voto a bríos que he de atravesarle con mi espada! –masculla el embozado rey-. Y en ese mismo momento se abre el balcón y todo el contenido de un espacioso orinal va a caer sobre el esforzado músico que, más con cara de pena que de asco, recoge sus bártulos y pone ruta hacia las tabernas de la plaza de Zugarrondo.

-Pues ha tenido el muchacho más suerte que anoche –aclara, tapándose la nariz, Felipe a Teobaldo-, pues lo que le cayó ayer parescióme de consistencia bastante más sólida que la de hoy…

-Hemos de enterarnos del misterio de cómo ese ganapán se hace con mis canciones, aunque empiezo a colegir que ha de ser porque tengo la costumbre de componerlas y cantarlas en voz alta mientras me baño -que es costumbre muy sana y agradable que aprendí de los árabes-, y que nuestro poeta tiene poco talento pero muy buen oído. Sin embargo, y en atención a que no parece querer obtener más beneficio que el placer que se logra de los amores difíciles, he de regalarle yo otras trovas con las que pueda llevar a buen fin sus intenciones.

Y, efectivamente, comprueban ambos al día siguiente como la suposición del rey era cierta, así que asegurándose de que la ventana esté bien abierta, canta Teobaldo una nueva tonada, y acuden por la noche a escuchar al tenaz enamorado, que esta vez recibe como premio un remojón sólo de agua.

Así, día tras día componía el señor de Navarra una nueva canción, cada una con más maestría y elegancia que la anterior, e iba a su vez recibiendo el joven presentes más entrañables cada noche: primero le arrojaron desde la altura una maceta llena de tierra, la noche siguiente otra vacía, unas flores al siguiente intento, un pañuelo perfumado a la otra noche, y finalmente una cuerda trenzada por la que le vieron trepar en menos de lo que cuesta entonar un virolay.

-En verdad os digo, buen amigo Felipe, que no he visto ni en las ferias de Champaña mujer más testaruda que la desconocida dueña de esa ventana. Empezaba ya a desesperar de poder vencer su resistencia con mi talento. Confiemos en que el muchacho tenga más habilidad en la habitación que la que ha demostrado fuera de ella, y que allí no cante también “de oído”.

Y fuéronse los dos muy contentos a celebrar su secreta victoria a la hostería del Temple, que está muy cerca de esa rúa, donde es público y notorio que poseen buenos vinos y excelentes manjares, siendo ambas cosas tan necesarias para todos aquellos que han de reponer las fuerzas que su febril entendimiento consume, mientras componen trovas e imaginan narraciones.

Y acabaron cantando allí para toda la concurrencia, hasta que el preboste dio con su lanza en la puerta, pues no eran aquellas horas de semejante escándalo sino de prudente descanso, y estuvo el rey tan de acuerdo con la recomendación, que aún le dio una moneda tornesa recién acuñada al guardia, pues fue aquel monarca de natural alegre y bueno, de tal forma que durante su reinado se calmaron todas las enemistades y dieron todas las cosechas abundante fruto...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 21 de abril de 2010

LA LARGA ESPERA



Treinta inviernos lleva ya Oria de Usún esperando que su marido regrese de la cruzada del buen rey Teobaldo el Joven.

Es verdad que otros caballeros le dijeron que señor tan grande había fallecido en Túnez en la era de 1270, y que otros muchos navarros quedaron sepultados junto a él en aquellas arenas del desierto donde moran los infieles. Mas como ninguno de ellos había visto con sus propios ojos morir a Lope, ella prefirió acogerse a la creencia de que algún día retornaría, y volvería a llevarla a las ferias de Lumbier a la grupa de su caballo, como solía hacer antes de marcharse siguiendo la bandera real.

Los primeros años su convicción aún se sostenía en cierta cordura, pero muy pronto los vecinos vieron que Oria apenas abandonaba el banco de piedra junto a la puerta de su casa, y que no se quitaba el vestido azul con el que había despedido a Lope desde la puerta del monasterio. Sus cabellos, antaño resplandecientes y cuidados, semejaban ahora un mar blanco de ollagas. Y se acostumbraron a responderle siempre la misma cantinela: “Hoy, no. Quizás mañana”, cuando ella les preguntaba si habían visto a un buen mozo recién vuelto de la guerra.

Después llegó “una grant maladía ”, y aunque los supervivientes intentaron que se marchase con ellos, Oria no quiso abandonar su casa casi en ruinas, pues decía que si se iba, él no podría ya encontrarla.

Cuando pasó la epidemia y los vecinos regresaron, no se extrañaron de su ausencia, y pensaron que habría muerto en medio de aquella espantosa soledad.

Pero lo que no hubieran podido imaginar nunca es que entre los ecos del pasado que nublaban la mente de Oria, se hubiera podido abrir paso el vívido recuerdo de la voz del abad de Usún, que cuando niña le hablaba de que no muy lejos de allí, en Leyre, un fraile había pasado trescientos años escuchando el maravilloso trinar de una avecica del cielo.

Ella no le pediría tanto: diez o veinte años más bastarían para que Lope encontrase el camino a casa...

Y hacia aquel ilustre cenobio encaminó sus temblorosos pasos, no importándole lo áspero del camino ni las zarzas. Y cuando tuvo por fin ante sí el monasterio, concentró todos sus sentidos en escuchar cualquier sonido que brotase de aquel impenetrable bosque. Hasta que, por la mañana, cuando los benedictinos salieron de su clausura para acometer su paseo diario, encontraron muerta a una bella joven que llevaba un vestido azul totalmente nuevo, y cuyos cabellos, peinados a la hechura perfecta de los de Santa María, enmarcaban el rostro sonriente de quien ha visto cumplido sus anhelos.

Y sobre el montón de nieve donde apareció recostada, vieron la huella que sus brazos habían dejado al estirarse, y por más que el severo hermano apotecario sentenció que probablemente hubiera muerto por el frío, paresció a los novicios como si fueran aquellas alas de ángel…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 20 de abril de 2010

A LA LID LOS CABALLEROS


Marzo de 1328.

Los que van a convertirse en nuevos reyes de Navarra, don Felipe y doña Juana, viajan a conocer el reino desde su lejano condado de Evreux. Han pasado la noche en Roncesvalles y ahora, camino de Pamplona, la comitiva se aproxima a Larrasoaynna, donde parece estar festejándose alguna celebración, pues un gentío se arremolina junto a la torre de la iglesia. Entre los gritos de ánimo, el conde distingue, con el entendimiento que le proporciona ser un buen aficionado, el rítmico sonido de una pelota al golpear contra la pared. Descabalga y comprueba que, efectivamente, el recio paredón que cierra el templo por ese lado sirve también como rincón de juegos. Y a fe que ese zaguero parece bueno…

Su esposa le mira con cara de estar pensando: “¡Ya estamos otra vez igual!”, porque en ese mismo momento Felipe está retando a un partido a 12 tantos (por ser ese el número de los apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo, de los que no dicen los Santos Evangelios que jugasen a pelota, pero tampoco que no lo hiciesen…) al jugador que le ha llamado la atención entre los cuatro que competían.

El cura del pueblo, que parece hacer de juez de pista, pide al viajero que se identifique, pues como por seguridad no llevan escudo o documento que pueda hacerlos reconocibles, no puede imaginarse quién tiene frente a sí. Pero ya que el francés lee en la tablilla que su oponente responde a un singular y difícil de pronunciar nombre, pregunta en voz baja a su mujer, que al fin y al cabo va a ser reina propietaria, y es por tanto más versada en las cosas de Navarra, cuantos Felipes ha habido ya en el trono que van a ocupar. “Dos”, responde prestamente doña Juana, así que muy pronto anuncia el preste el desafío entre “Gerenabarrena IV y Felipe III”
El partido empieza fuerte, y a la mayor fuerza del navarro, opone el francés una depurada técnica. Es cierto que la pelota pesa más que las que suele utilizar Felipe en su jeu du Paume, pero su mano está acostumbrada a manejar espadas mucho más pesadas, y no le resultan extraños los callos que a otros nobles parecerían cosa de labradores.

Sea como fuere, tanto los habitantes del pueblo como los recién llegados están apostando fuertes sumas, que son depositadas en el bonete del cura para su custodia. Y la cosa está interesante, porque se van sucediendo los empates, hasta llegar, entre resoplidos y juramentos sólo permitidos a un rey (aunque nadie lo reconozca aún como tal), al 11-11 que deja todo en suspenso. Y entonces Felipe empieza a pensar que no puede perder, siquiera por no disgustar a su mujer, así que ejecuta una dejada de sólo tres dedos por encima de la chapa. Es imposible que su rival pueda llegar… Pero llega, y deja la pelota lo suficientemente lejos como para que el francés advierta desde un primer momento que no va a poder alcanzarla, aunque corre con toda su alma y… justo cuando la pelota va a dar su segundo bote sobre el pavimento, Felipe la coge y con toda la fuerza de su brazo la arroja contra la pared, al otro lado de donde está situado Gerenabarrena IV, que se ha quedado paralizado ante la maniobra de su rival.

Sólo una palabra sale de sus labios. Primero en un tono que nadie más que él puede oír, pero luego en voz progresivamente más y más tronante:

-¡Atxiki! –brama el de Larrasoaynna. Y a una con él, todos sus convecinos, como si se hubieran desatado todas las fuerzas de la naturaleza en ese mismo momento, gritan:
-¡Atxiki, atxiki, atxiki!

Y ya se lanza Gerenabarrena con sus manazas abiertas sobre el cuello de su adversario, y el público se dispone a saltar a la cancha, y las tropas del príncipe van a saltar también a defenderlo, cuando éste levanta la mano para que no lo hagan, y por medio del cura y del mediano latín que ambos saben, puede hacer entender al indignado Gerenabarrena que en su tierra eso de coger la pelota y soltarla luego es maniobra corriente, y que no sabía que aquí fuese asunto tan vergonzoso cometerla, pero que acepta las costumbres navarras y que como prueba de ello, reconoce como vencedor a su contrincante y acepta que se quede con todo el dinero.

Cuando el séquito se pone de nuevo en marcha, Juana no para de reirse de Felipe:
-¿Creíais que esto era como París, donde vos y vuestros amigos practicáis mañas que nadie se atreve a deciros que no son las correctas en el juego, eh?
Pues sabed que esto es Navarra, y que nadie, ni siquiera el Rey, es más que el más mísero de sus vasallos si éstos no tienen por seguro previamente que respeta y respetará sus costumbres y sus leyes…

-No lo olvidaré, pero ya he quedado con Gerenabarrena en que dentro de un par de semanas, cuando vos y yo hayamos jurado el Fuero y seamos por tanto a todos los efectos naturales de este reino, vendrá a Pamplona a jugar un partido conmigo, que entonces sí que se desarrollará integramente entre navarros, y ya veremos quien gana entonces...

Y está recogido en el Ammeylloramiento que tan gran monarca impulsó, que la primera ley que el rey Felipe III de Evreux dictó en cuanto ciñó la corona sobre sus sienes fue la siguiente:

“Quien perpetre atxiki jugando a peyllota, pague XII sueldos de calonia, como homes justos y buenos juzgarán et dispondrán. Et quien no los pagare, sea desteyrrado a la Vizcaya, donde no saben ni sabrán nunca que cosa sea un peyllotari de los buenos”


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

sábado, 17 de abril de 2010

ROJO FUERTE ES EL COLOR...







Para que no quede duda alguna sobre mi total adscripción a la religión osasunista, procederé a contar una historia que empieza en agosto de 1439, porque hay equipos que trofeos no tendrán, pero historia… para dar y regalar, oigan....

En esa fecha, el barco que trae a la futura princesa de Viana, Agnes de Kleves, está a punto de atracar en el puerto de Bilbao, que como se empeñan en recordarnos en la documentación de Comptos, “está en la costa de Ypuzcoa”.

La reina doña Blanca ha dispuesto que una embajada, comandada por el prior de San Juan de Jerusalén en Navarra, don Johan de Beaumont, viaje hasta allí para acompañarla a ella y a su séquito hasta Navarra, donde los preparativos para la próxima boda hace tiempo que comenzaron.

El joven príncipe Carlos, con apenas 18 años, ansía conocer a su prometida antes de la boda, así que va haciéndose avisar puntualmente por sus mensajeros de por dónde para la comitiva, hasta que el 5 de septiembre no aguanta más y, lanzándose a los caminos (y comiendo en Arínzano, que hasta eso consigna la indiscreta cuenta), se presenta en Estella donde por fin podrá confirmar las infinitas gracias que le habían contado poseía doña Agnes.

La multitud ya se agolpa en la plaza de San Martín para ver pasar a la novia, así que don Carlos procede a cubrir su cabeza con la capucha de su hopalanda y a encaramarse a una de las ventanas de la rúa, asegurándose que desde allí pueda ver pasar al cortejo sin obstáculo ninguno.

Los atabales y ministriles señalan que la princesa ya llega, y así se dispone el regimiento de la ciudad a honrarla como a su futura señora natural. El cochero tasca el freno de los caballos, y de la carroza desciende una dama de contorno más que mediano, y con lo que al príncipe desde su altura parecen más que ciertas pilosidades en el rostro, cosa que disgusta de tal manera a don Carlos que casi se cae de la ventana. Pero a la dueña con aires de gorgona sucede de pronto otra damisela alta, rubia, y con una tal donosura en el rostro, que el navarro recupera rápidamente la compostura y secunda con fuerza los gritos de bienvenida que los estelleses lanzan a la germánica belleza.

Sin embargo, ahora que se fija bien, Carlos pasa de la alegría a la indignación en menos de lo que le cuesta a un caballo atravesar al galope el puente de Miluze. No porque la figura de Agnes tenga nada que envidiar a las de esas Venus de los griegos y romanos, pues incluso le recuerda vagamente a cierta real hembra con la que coincidió en una de las tabernas de Pellejerías; ni porque no parezca jovial y risueña, como de hecho se muestra saludando con su gentil mano a la concurrencia, sino porque adornando su niveo cuello, al príncipe le parece ver ondear un pañuelo rojiblanco, los colores del odiado rival…

Y en cuanto los viajeros son alojados en el palacio real, da don Carlos la orden a uno de los de su escolta para que vaya a requerir la presencia inmediata de don Johan de Beaumont, que entonces se entera finalmente de que el príncipe se halla en la vieja Lizarra de incógnito. Con mucha reverencia besa la mano de su señor, y le felicita calurosamente por la mujer que la fortuna le ha deparado. Pero el príncipe, llevándoselo a un aparte, le recrimina ásperamente:

-¿Quién ha permitido que doña Agnes porte los colores rojo y blanco, insignia de los odiados señores de Haro?

-Señor –balbucea el prior-, como la princesa se detuvo unas semanas en Bilbao, fue allí agasajada alguna tarde con justas y torneos que entretuvieran su espera. Como todos los ganadores entregaban su premio a vuestra futura esposa, es de suponer que alguno de los caballeros bilbainos habrá hecho lo propio con su pañuelo…

-¿Y no sabíais vos, sozoquete, que la que un día será reina de Navarra no puede llevar otros colores que no sean el rojo y el azul que sirvieron y sirven de librea a mis antepasados y a mí mismo?
Seguro estoy de que habrán intentado que alguno de los caballeros que iban con vos formara parte de sus filas…

-Pues ahora que lo decís, no andáis desencaminado, alteza, pues aunque los borgoñones del séquito de la princesa se ofrecieron para reforzarles, los de Bilbao les rechazaron diciendo que no era costumbre entre ellos aceptar tales ayudas, pero que podía entrar en la su filosofía, que por honrar a sus huéspedes se animaban a quebrantar, que los navarros que quisiesen pudiesen abrazar los colores rojiblancos. Yo, que supuse que tamaña impostura os disgustaría, prohibí a los de mi consejo que aceptasen, mas tengo oído que Pedro de la Chantrea y Martín de Cascante lucharon junto con ellos contra los alemanes, y que, si os sirve de consuelo, perdieron, pues parecen estos bilbaínos más fantasiosos que prudentes…

-Prometo que he de ajustar las cuentas a Pedro y a Martín... Quizás una temporada en el aljibe del castillo de Monreal aplaque sus ansias de abandonar a su equipo natural, que no puede ser otro que el que tiene su sede en la capital de mi reino y al que sólo nos falta bautizar con un nombre que dé miedo a los enemigos, y cause respeto en los adversarios…

Y entonces, un traicionero vientecillo que baja de las cumbres de Montejurra se mete en la nariz de don Carlos, que para continuar su discurso ha de emitir un fuerte estornudo.

-¡Osasuna, jauna! –responde con educación nobiliaria don Johan. Y en los ojos del príncipe brilla la convicción de haber recibido la inspiración divina.

-Por mi parte –continúa el prior-, habéis de tener por cierto que nunca más consentiré a ninguno de mis hombres que pongan su arrojo al servicio de otro color que no sea el rojo de Navarra, aunque sí que os pido dispensa para que yo, que he pasado mucho tiempo en Aquitania, pueda mantener mi fidelidad por el azul de los frailes Girondinos de Burdeos, pues siento honda devoción por el escapulario blanco de San Seurin que llevan sobre el pecho.

-Bien me parece vuestra solicitud, pues no en vano ya les derrotamos antaño en otra gloriosa ocasión, y creo que hasta mi abuelo les concedió, debido a la caballerosidad con la que habían justado, que pudiesen llevar bajo ese escapulario que decís el triple lazo, divisa de la familia real navarra.

-Lo sé, señor. Y bien que recuerdo aquel combate. Si no hubiera sido por el persa que tanta consistencia dio a vuestro plantel, el resultado habría sido sin duda muy diferente…

-Bien mirado, don Johan, puede que ahí resida la diferencia esencial entre los fanfarrones de Bilbao que me habéis contado y nuestro equipo: ellos no admiten a nadie en sus filas, y Navarra, cuando yo gobierne, ha de ser tierra de diversas gentes y costumbres, o yo dejaré de llamarme Carlos.

Y con la orden al prior de que explique a la princesa qué colores debe llevar a partir de ahora para que su corazón y el de su marido sean uno solo, se vuelve el príncipe a Olite, donde el 29 de septiembre de 1439 se celebra por fin la boda en Santa María. Y diz que don Carlos llevaba al cuello un pañuelo rojo, y que doña Agnes llevaba al suyo un pañuelo azul, y que el beso con el que ambos sellaron su unión al final de la ceremonia, parescióles a todos los asistentes una promesa de futuras hazañas, como esa misma tarde pudieron contemplar los que tuvieron la suerte de ver como el equipo rojo batía irremisiblemente al rojiblanco (invitado para tan fausta ocasión) en el palenque levantado para celebrar las justas con las que se celebraron tan magníficos esponsales...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 15 de abril de 2010

DON GUILLOT SALE DEL ALJIBE


Afuera tiene que hacer bastante calor, porque incluso allí dentro, en el fondo de aquella húmeda mazmorra del castillo de Monreal, comienza a notarse el sol de julio…

Lleva ya tres meses encerrado en el aljibe, que en el estío permanece seco y puede ser usado como prisión. Él mismo hizo permanecer en aquella lóbrega mansión a muchos otros desgraciados, no en vano ha sido durante veinte años primero lugarteniente y luego alcaide de la fortaleza.

Hasta el malhadado día en que la reina doña Leonor, camino de Sangüesa, decidió alojarse bajo su amparo. Mas resultó que el amparo que buscaba su alteza no era sólo el que las normas indican que debe dispensarse a tan ilustre viajera, sino que además, y quizás cansada ya por los muchos desaires que en forma de hijos bastardos ha ido otorgándole el rey don Carlos, quiso pagarle con la misma moneda y se insinuó a don Guillot con mucho más descaro del que en una reina podría esperarse, que al fin y al cabo el alcaide estaba todavía lozano y bello, a pesar de los años.

Así que, siempre fiel a su señor y rey, se las vio y se las deseó para escapar aquella noche de las asechanzas de la reina. Y como doña Leonor no estaba para muchas negativas, por despecho, acabó acusándole de haber querido propasarse con ella, de lo que don Carlos cobró mucha furia y enojo, ordenando al punto que don Guillot fuese destituido y puesto en el aljibe, donde tendría mucho tiempo para enfriar sus costumbres…

Pero el ex-alcaide sabe que todo aquello son celos de doña Leonor, y más aún, sabe muy bien que todo es mentira, porque él no quiere ni ha querido nunca a mujer alguna, ya fueran reinas o labradoras, porque aunque no se lo haya dicho nunca a nadie, ni nadie llegue a sospecharlo siquiera, él a quien de verdad ama es a don Martín de Echauri, capitán de la guardia del cercano castillo de Irulegui. Y ahora, en la oscuridad de su prisión, no puede dejar de recordar sus largos cabellos y el sudor que perla su musculosa espalda cuando maneja la espada o la lanza…

Y es entonces cuando, con el trinchante con el que parte el magro trozo de pan que le sirven desde la superficie, se pone a escribir sobre la pared, casi a tientas, pero con letra muy elegante: “Guillot quiere a Martín”.

Y contempla aquella inscripción día tras día, con el mismo arrobo con el que las beatas miran a los santos pintados en las iglesias, porque eso le hace olvidar que de vivir en el lujo de un castillo, ha pasado a morar en la absoluta pobreza de un mísero aljibe. Hasta que a finales de septiembre, cuando los árboles de fuera deben estar perdiendo sus hojas, la trampilla se abre y se descuelga una escalera de cuerda, por la que los guardias hacen descender a empujones a alguien cuya espalda le resulta de lo más familiar...

Y tanto que sí, puesto que es el mismísimo don Martín de Echauri quien está ahora ante sus ojos, y quien abatido le cuenta que acertó a encontrarse en Leguin con la reina doña Leonor, quien presa de sabe Dios qué arrebato se le echó en brazos jurando y perjurando que había de ser suyo. Y que por más que le dijo que estaba casado y que mucho y bien quería a su mujer, tuvo al fin que yacer con ella hasta que de par de mañana fueron sorprendidos por el rey, quien mandó encerrarle en el aljibe del castillo de Monreal hasta que decidiese qué hacer para castigar tan gran bellaquería.

Y a don Guillot le parece que su mazmorra se ha convertido de repente en salón principesco, y que quizás con unas pocas flores en las esquinas, y un poco más de luz, aquel calabozo puede llegar a ser el mejor de los palacios, pues no hay mejor sitio que aquel que se comparte con la persona amada.

Luego, ya de noche, raspa con el trinchante las tres últimas palabras de la inscripción y deja sólo su nombre: “Guillot”, porque piensa, y probablemente acierta, que a nadie más le importa ahora, ni le importará en el futuro, a quien quiso o dejó de querer don Guillot Dubey, alcaide del castillo de Monreal.


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

miércoles, 14 de abril de 2010

1291 MUERE UN POETA


La mano con la que empuñaba la onda y con la que hacía a la pluma volar sobre el papel, yace ahora sobre la tabla de carnicero, amputada del brazo. Es la pena reservada a los falsificadores de moneda, antes de ser ahorcados. El verdugo ha sido compasivo y ha afilado el hacha antes de hacer su trabajo, no en vano habían coincidido en muchas de las tabernas del burgo de San Cernin o de la población de San Nicolás…

Sí, dentro de un rato estará muerto, y lo único que ha pedido al preboste es que le cuelguen mirando hacia la Navarrería, el barrio que él mismo, Guilhem de Anelier, contribuyó a arrasar hace 15 años.

Poeta y guerrero, aunque no lo suficientemente bueno en ninguna de las dos facetas, hasta verse abocado a semejante final, quiere que lo último que contemplen sus ojos sean las paredes maltrechas de las casas sin tejado, donde sólo anidan ya las ratas y los lagartos, y también las torres de esa catedral que saqueó a placer sin respetar la vida de la pobre gente que se había acogido al derecho de Santuario. Aquel fue el único momento de su vida en que sintió que hacía algo bien, aunque ese algo fuera dar muerte a tantas personas. Incluso lo dejó escrito: “¡Nunca vi a hombre alguno vengarse tan bien!”

No. Sus actos no tienen perdón, y no necesita a ningún cura para saberlo, por eso ha rechazado al fraile que quería confesarle.

-“Está todo en mi libro, para quien quiera conocer mis pecados”, grita hacia la multitud, que, morbosa, se dispone a contemplar el ajusticiamiento. Y entonces, tras las cabezas de los pamploneses de 1291, le parece ver cómo se asoman las de los de 1276: los Beaumarchais, Vidaurre, Elcarte, Eusa, Oarriz, Monteagudo, Almoravid…

También las de aquellos que él mató junto al molino de la Rochapea, y las de los que quisieron matarlo a él. Están pálidas, y le miran como lo que son: espíritus salidos del osario donde él mismo reposará esta noche.

Ya con la soga anudada al cuello, comprende que quizás hayan venido para darle las gracias por hacer que sus nombres sigan vivos mientras alguien sea capaz de leerlos y revivir sus hazañas y sus atrocidades con sólo abrir su libro. Un libro firmado por Guilhem Anelier de Tolosa, nada menos…

Finalmente la trampilla se abre, y el autor pasa definitivamente a ser parte de su obra para toda la eternidad…

Requiescat in Pace.

Amén.

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 13 de abril de 2010

VENGANZA



El día anterior, 1 de enero del año de gracia de 1387, falleció en Pamplona el muy poderoso señor Carlos II, rey de Navarra, y hace no demasiado tiempo, casi de Francia. No han pasado ni las horas que consumen una vela de las que suelen marcar doce, cuando su cuerpo, que yace sobre una mesa en una de las estancias del palacio real de la Navarrería, va a ser abierto por el judío Samuel Trigo, experto embalsamador venido a desempeñar su oficio desde Zaragoza, que además deberá extraer el corazón y las entrañas del monarca, para que aquél sea enviado al santuario de Ujué, y estas otras sean remitidas al de Roncesvalles.

Previamente ha dispuesto sobre una mesilla todo el instrumental necesario, comprado esta misma mañana a Pere d’Añorbe: 8 onzas de mirra, otras 6 de áloe sucotrino, ese que nace en la lejana isla oriental de Socotora, y que por su calidad y precio es el único que debe emplearse para amortajar a un rey, 3 onzas más de algalia y almizcle, 3 más de sándalo, otras tantas de nueces de ciprés, media onza de lináloe, y además alumbre de roca, resina, goma arábiga y muchas otras especias destinadas a honrar por última vez los restos mortales de don Carlos.

En otra mesa están desplegadas las telas necesarias para envolver el cadáver una vez eviscerado: una pieza de tela para el sudario, y para la envoltura interna una cantidad considerable de tejido, encerado y engomado el que ha de ir más próximo al cuerpo, para impedir que se evaporen rápidamente las sustancias aromáticas que han de evitar la corrupción hasta que sea sepultado en la misma catedral donde fue coronado hace ya 27 años…

Otros fardos de ignotas materias, cuidadosamente envueltos, descansan en el suelo del salón, del que prontamente Samuel hace salir a los curiosos, para quedar así a solas con los despojos del rey.

Cuando se convence de que no hay nadie más en la habitación, se coloca un delantal y despliega ante él una panoplia de pequeñas cuchillas y lancetas. Escoge una de punta muy fina y, antes de proceder a dar un tajo desde el cuello hasta el vientre, dice para sí:

-Largo tiempo soñé con esto, mas dice Yahvé:

“…Cuarenta años os sustenté en el desierto y nada os faltó, no retiré el maná de vuestra boca y os dí agua para vuestra sed…”

Y su mente evoca su niñez en Estella, que fue tan feliz hasta aquel desgraciado año de 5088, 1328 según cuentan los cristianos, cuando la primavera se tiñó de sangre. Apenas había cumplido entonces 10 años, cuando la multitud, aprovechando que los nuevos reyes no habían puesto el pie todavía en Navarra, y fanatizada por aquel repulsivo fraile barbudo llamado Pedro de Ollogoyen, asaltó la judería a sangre y fuego, no respetando vidas ni haciendas de tantos venerables hombres y mujeres como allí vivían. Tampoco las de sus padres o hermanos. Él mismo hubiera muerto allí si uno de los servidores de su casa, cristiano como los otros, pero avergonzado por el comportamiento de sus correligionarios, no hubiese conseguido ponerle a salvo aun a riesgo de su propia vida.

Su bienhechor no le dejó ver al día siguiente la calle mayor repleta de cientos de cadáveres, ni los rollos de la Torah ardiendo todavía en la sinagoga incendiada que nadie se había molestado en apagar; pero sí que se preocupó, cuando al fin llegaron al reino don Felipe y doña Juana, por averiguar dónde podía quedar algún familiar que se hiciese cargo del niño. Simon Levy, que estaba fuera de la ciudad cuando estalló el tumulto, y que era primo carnal de la madre de Samuel, dio gracias al Señor por haber salvado a la sangre de su sangre, y junto con los demás supervivientes, esperó en vano la justicia real, que no fue tal, pues el patrimonio real se quedó con los bienes de los judíos que habían sobrevivido a la rapiña, y las multas impuestas a las villas implicadas, fueron también cobradas en beneficio del rey, y no de los judíos. Hasta el propio fray Pedro de Ollogoyen, que al principio estuvo preso en la cárcel del obispo, acabó siendo puesto en libertad.

Hartos ya de tanta hostilidad, y como tantas otras veces había tenido que hacer su pueblo antes, los hebreos de Navarra tuvieron que buscar su pan en el exilio. Simón y Samuel se refugiaron en Aragón, donde su rey había prometido ayudarles, a cambio de una suma exorbitante que no recibió el nombre de “chantaje”, por supuesto.

Pero ahora, casi 60 años después, los miserables y corruptos restos del hijo de aquel rey que no les había hecho justicia, estaban a su completa disposición, y dice el libro del Levítico:

“Y aquellos que sobrevivan aún, se consumirán en la tierra de sus enemigos, a causa de sus propias culpas, y también a causa de las culpas de sus padres…”

Con la pericia que otorgan los años de oficio, realizó la incisión y fue sacando las vísceras de Carlos una a una, colocándolas en varios platos de estaño. Cuando el cuerpo estuvo totalmente vacío, apartó de su lado las especias que se había visto obligado a comprar, y procedió a desenvolver los fardos que había traído consigo: sólo gavillas de ortigas y de cardos, y espinos cortados por él mismo a las afueras de Pamplona para que fuesen los aderezos que adobaran el cuerpo del tirano, pues dejó escrito Isaías:

“…Espinos crecerán en sus palacios, Ortigas y cardos en sus ciudades fortificadas…”

Cuando el espantajo regio estuvo bien relleno de aquellas hierbas tan viles, procedió a coser el tajo con el esmero acostumbrado, y a envolverlo con las telas preparadas al efecto. Sobre el rostro descubierto del difunto rocío un poco de agua de rosas, para engañar el olfato de quienes tuviesen que velarlo.

De debajo de la mesa sacó entonces los dos picheles de estaño que Johan L’estayner había preparado para acoger el corazón y los intestinos del rey, pero en lugar de introducir las vísceras que le había arrancado, lo que metió en cada uno de ellos fueron más malas hierbas y el corazón y las entrañas de un cerdo, que él mismo había comprado en el cercano mercado del Chapitel, pues el Deuteronomio marca:

“…Y el cerdo, que aunque tiene la pezuña dividida, no rumia; será inmundo y abominable para vosotros…”

Después de recoger sus utensilios, las especias y las entrañas verdaderas, que piensa arrojar al primer perro sin dueño que vea en la calle, escupe sobre el suelo del salón, y sale de la habitación. Las campanas de todas las iglesias de Pamplona han empezado a tocar a muerto, y seguirán sonando los próximos 15 días y las próximas 15 noches, pero en los oídos de Samuel sólo resuenan las escrituras:

“…"Y el que cause daño a su prójimo, según hizo, así le será hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente. Según el daño que haya hecho a otro, así se le hará a él…"


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

sábado, 10 de abril de 2010

SIETE DE ABRIL DE...



Le han dicho que hoy es siete de abril, pero eso ya nada significa para el viejo rey de los navarros, Sancho, apodado "el Fuerte" en su juventud, y ahora simplemente "el encerrado", que pasa sus tristes días en el castillo sobre la hermosa ciudad de Tudela, cuya mejana reverdece al tibio sol primaveral.

Ya no puede recorrerla a caballo, como gustaba hacer junto con su hermano Fernando, que siempre le ganaba en las carreras que organizaban en el puente. Ordenaban en esas ocasiones a los guardias que mantuvieran abiertas las puertas de las tres torres y, a una señal de sus hermanas Blanca y Berenguela, que dejando caer un pañuelo al suelo indicaban el inicio de la competición, espoleaban los ijares de sus caballos y se lanzaban a toda velocidad hasta alcanzar la otra orilla del Ebro.

Sí,siempre ganaba Fernando, porque Sancho resultaba demasiado pesado para su cabalgadura, y porque además debía tener mucho cuidado de agacharse en cada una de las puertas, por temor a darse con sus nunca suficientemente levantados rastrillos. Su hermano, ganador, hacia entonces chanzas sin cuento sobre la lentitud de Sancho, al que aún le faltaba un buen trecho para llegar a la meta.

Ahora todos sus hermanos han muerto, o viven en lugares tan lejanos que es como si lo estuviesen. Todos menos él, que reza todos los días a Santa María la Blanca para que se lo lleve con ella de una vez.

Ya vienen los médicos a mortificarle una mañana más con sus ineficaces curas para la pierna ulcerada que le arranca quejidos de dolor, a él, que podía doblar las espadas de sus adversarios simplemente tensando el brazo... Ahora ha de contemplar como le colocan sobre la tremenda herida un trozo de carne de gallina, por ver si el pequeño cangrejo que dicen le zahiere por dentro, se complace en comer carne de ave en vez de carne de rey, y no ahonda más y más en la supurante llaga, pero el maldito no parece gustar de esas exquisiteces, y encima el pobre Sancho ha oído que en la ciudad piensan que la gallina está viva, y que lo que hace es picotearle la pierna para quitarle las partes más gangrenadas. No faltaba más que eso...

Ya es mediodía, de la ciudad llegan mezcladas las voces de las campanas y del muecín. El viejo prefiere centrar su atención en la salmodia de este último, pues demasiado bien sabe que las próximas campanas que suenen lo harán por él, y es entonces cuando, mecido por las alabanzas a Alá y al Profeta, recuerda la piel morena de Zorayda, sus pulseras en los tobillos, sus tatuajes de raras geometrías en las manos, que un día eran de una forma, y al siguiente de otra, pues dueñas del otro lado del desierto venían de sus lejanas tierra sólo para adornarla con ellos. Recuerda también la mitad de su rostro velado, y aquellos ojos que valían, a decir de su padre el Emir, todo Al-Andalus. Y tenía razón al decirlo, porque tantos años después Sancho sigue mirando a aquellos ojos de largas pestañas como si la muerte no los hubiese cerrado para siempre...

Y escucha entonces la música, y se ve cruzando otra vez el mar por última vez, y la ve bailar para él de nuevo, pero con una cadencia desconocida, pues sus brazos y todo su cuerpo parecen estar diciéndole: ¡ven conmigo, buen príncipe Sancho!. Y cuando la última de las notas se escapa del laud, el rey levanta sus brazos e inclina la cabeza.

Sancho está muerto. Y no importa cuando ocurrió, porque el tiempo es un pasillo de multiples puertas.

Hoy es 7 de abril de 1234, y puede serlo también de 2010...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 9 de abril de 2010

SAN MIGUEL SALVA LAS JOYAS DE LA CORONA



A fines del siglo XI, concretamente entre 1094 y 1104, ocupó el trono de Pamplona y Aragón el rey Pedro I. Puede que con motivo de sus luchas contra los moros, a los que conquistó Huesca y Barbastro, o porque en los ratos libres fuese de mucho perseguir a las mozas de ambos reinos, el caso es que le acometió un violento dolor en sus partes nobles, vulgarmente conocidas como cojones (así es como aparece recogido en la Crónica).

El dolor no remitía, ni siquiera con los baños de asiento en los helados barrancos del río Gallego que sus físicos le recomendaron, así que decidió acudir a instancias más altas para su curación, pues ya no podía montar a caballo, y no era cuestión que todo un rey hubiese de viajar en litera, cual mujer recién parida.

Consultadas sus tristes cuitas con los santos abades de Leyre y San Juan de la Peña, y con los muy nobles obispos de Jaca y Pamplona, hombres al fin, y por ello justamente muy comprensivos de la gravedad del asunto, convinieron todos en que el santo más poderoso que ejercía su jurisdicción sobre los dominios de don Pedro era sin duda el arcángel San Miguel, que desde la cima de Aralar proveía de milagros sin cuento a sus fieles devotos.

¿Cómo no iba a poder con una simple inflamación testicular quien derrotó al dragón infernal? Y aunque el dolor fuese a veces tan intenso como las dentelladas del demonio, allá que se puso el buen rey en ruta hacia los predios angelicales. Mas como le pareció que subir a pie la sagrada montaña no era suficiente penitencia, y quizás San Miguel no quisiese poner en práctica sus virtudes andrológicas con viajero tan comodón, se puso a recoger en un saco las piedras más grandes que encontró por Zamarce, aunque algunas se las quitó el vigilante por estar muy bien labradas y no haber más dineros con las que pagar unas nuevas al maestro escultor.

Con carga más propia de animales que de personas, y con ese sofoco inguinal que hasta allí lo había llevado, comenzó la áspera ascensión el monarca, y unas veces tropezando, otras veces lastimándose con las zarzas, consiguió llegar hasta un prado desde donde divisó por fin el santuario. Agotado por la caminata pensó en descansar un rato, pero dado que la naturaleza de su dolencia no le permitía sentarse con la comodidad y el decoro que a un rey le es menester, y que Satanás no desaprovecha la oportunidad de tentar a las humanales criaturas, aunque éstas lleven corona en las sienes, procedió a tumbarse a la sombra de un árbol, donde quedó profundamente traspuesto.

Y diz que San Miguel, siempre atento a las necesidades de quienes solicitan su amparo, curó a don Pedro mientras dormía, pues cuando salió el rey de su modorra pudo al fin juntar las piernas como solía, cosa que hacía meses que no había podido llevar a cabo. Y vio entonces complacido que, allá donde antes había un remedo de trufa y mandrágora descompuesta, ahora habían vuelto las redondeces que, en su medida justa, muchas veces habían puesto en fuga a la morisma y en rendición al mujerío.

Y muy contento por tales albricias, se echó el saco de piedras al hombro, aunque justo es reconocer que tentado estuvo de atárselo a la zona recien curada, como muestra de respeto y sumisión al arcángel, pero que éste, con un simple batir de sus alas, le hizo desistir de intención tan poco razonable, pues aún le quedaba bastante trecho para alcanzar la basílica. Y es fama que cuando llegó por fin al templo, rezó luengamente ante la imagen de su bienhechor, y que como atestiguan los documentos, concedió tales rentas al monasterio que nunca más los cofrades de San Miguel volvieron a pasar fatigas ni hambre.

La semana que viene llega San Miguel a Pamplona. No están los tiempos para rechazar las visitas de un ángel o de una ángela, aunque naturalmente cada uno puede hacer de su capa un sayo.

Eso sí, quienes alguna vez hayamos recibido la agreste caricia de un balón de reglamento en nuestros tegumentos procreativos, o aquellas a quienes su cargante visita mensual hace agotar el Espidifén en sus botiquines, no perderemos ni perderán nada acudiendo a recibirlo, pues ya hemos visto que es abogado infalible en tales ocasiones y que incluso podemos pedir su patrocinio cuando en el foro o en la vida, alguno o alguna se complazca en tocarnos los susodichos con muy malas artes...

PD: Para quien en estos tiempos de duda generalizada no se crea que todo lo narrado es cierto, puede consultar la transcripción que del libro sobre los "Milagros de San Miguel de Excelsis" hizo Jose María Lacarra en la revista "Cuadernos de etnología y etnografía de Navarra", Año nº 1, Nº 3, 1969 , pags. 347-361.

Yo, humildemente, únicamente he contribuido a destrozar el texto latino.
Pero aviso a los y las que duden del poder de San Miguel: puede que a más tardar esta noche, empiecen a notar ciertas dolorosísimas inflamaciones en eso que todos tenemos a pares y que no son los ojos, ni las orejas, ni los brazos, ni las piernas, ni las manos, ni los piés...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 1 de abril de 2010

EL SITIO DE LEGUIN



Hace justamente 836 primaveras, un mes de abril como el que mañana comienza, pero del año 1174, el rey Alfonso VIII de Castilla acordó con su pariente el rey Alfonso II de Aragón repartirse el reyno de Navarra, que contra lo que podría pensar el actual consejero de Cultura no era un campo de fútbol, sino un país que respondía a tal denominación, fíjese usted si eran caprichosos nuestros antepasados.

Cada uno por su frontera, entraron a sangre y fuego devastando Navarra, y no teniendo fuerza suficiente con la que oponérseles, el rey Sancho VI, que con el tiempo llegaría a merecer ese título tan complicado de obtener entre los hombres (entre los de entonces y entre los de ahora) como es el de “Sabio”, tuvo que refugiarse en el castillo de Leguin, junto a Ardanaz, al abrigo de la peña Izaga.

Lo que ocurrió es que muchos de sus “ricoshombres”, no haciendo honor a la segunda parte de su nombre, y prefiriendo como buenos traidores reconocerse sólo en la primera, se habían pasado con armas y bagajes a las tropas invasoras, que siempre pagan más, desamparando de este modo a su señor natural y a su tierra.
El poder del rey Alfonso era tal que en pocos jornadas se plantó ante los muros de Leguin, donde tuvo cercado al rey de Navarra durante dos días.

Los castellanos talaron los almendros recién florecidos, arrasaron los campos recién sembrados y pisotearon los lirios silvestres, que con sus señales amarillas y violetas pugnaban por indicar la ruta de escape al buen rey don Sancho.

La situación era en verdad desesperada, así que tengo para mí que fue justamente entonces cuando San Miguel, al fin y al cabo arcángel guerrero, diseñó desde su atalaya románica la estrategia adecuada para poner fin al cerco, porque el caso es que aunque a estas alturas del siglo XXI sigamos sin saber cómo, el rey de Navarra pudo huir y refugiarse en Pamplona, desde donde envió rápidamente socorro a los sitiados.

Sí, San Miguel de Izaga tuvo que ser, porque dejó además en las tripas de todos los invasores fuertes retortijones y horrorosas y sangrantes erupciones en sus rostros, para que aprendiesen en carne propia que lo saqueado en casa ajena no solamente no aprovecha al cuerpo, sino que además hace perder el alma camino de los infiernos, y que no es de ley atacar a un rey cristiano, pudiendo combatir al sarraceno.

836 años después, los almendros y los lirios siguen floreciendo en Izagaondoa, pero del castillo de Leguin apenas quedan unas cuantas piedras que, a pesar de todo, siguen contando a quien quiera saberlo que, una vez, hace mucho tiempo, acogieron a un rey sabio en peligro.


© Mikel Zuza Viniegra, 2010