jueves, 16 de diciembre de 2010

POSEÍDO



Tafalla, 15 de febrero de 1813

-Escribid lo que os voy a dictar, don Nicolás:

Parte de guerra para el general Mendizábal:

"Concluida la rendición del fuerte donde resistía la guarnición francesa de Tafalla, he dado orden de destruirlo y demoler todas sus obras de fortificación, así como también el inmediato convento de San Francisco y un palacio contiguo, por considerarlos a propósito para establecerse el enemigo. Lo que igualmente ejecutaré con otro convento y palacio en Olite, a fin de tener expedita la carretera desde Pamplona a Tudela y obviar que el adversario pueda en ellos cobijarse. Yo mismo supervisaré en persona que se cumpla cabalmente mi mandato."

Firmado: Francisco Espoz y Mina, Mariscal de campo y Jefe Supremo del Corso Terrestre de Navarra.

-Pero señor, sabéis perfectamente que nunca, en los cinco años de guerra que llevamos ya a la espalda, ha habido franceses refugiados ni en el palacio de Tafalla ni en el de Olite, y ahora que están en plena retirada hacia la frontera, es todavía más difícil que lo intenten...

-¿Acaso queréis darme lecciones de estrategia militar, señor secretario? ¿Olvidáis quién sois, señor don Nicolás de Uriz? Yo os lo recordaré: un simple fraile exclaustrado, con probadas simpatías afrancesadas, que os hubieran costado la vida de no necesitar yo, que nunca tuve tiempo más que de aprender a layar las renegridas tierras de Idocin, a alguien que me escribiera los comunicados, bandos y mensajes. Y ahora pretendéis sacar los pies del tiesto y cuestionáis mis decisiones como si el Comité de Regencia os hubiera colocado por encima de mí en el escalafón de esta provincia. Pues andad con cuidado, señor don Nicolás, que no he olvidado mis tiempos de labrador, y recuerdo bien como arrancar las malas hierbas que estropean los sembrados...

-Por Dios bendito, señor mariscal, en ningún momento he pretendido semejante cosa. Simplemente quería poneros de manifiesto que si alguna vez esos dos palacios sirvieron de fortaleza, eso debió ser hace más de tres siglos, cuando los reyes de Navarra moraban en ellos. Son el único recuerdo que de aquellos tiempos antiguos nos queda. Si los destruís sin necesidad, no mostráis ninguna inteligencia militar, y la posteridad os pedirá cuentas por ello.

-¿Reyes de Navarra decís? No reconozco más rey que el que todos los españoles anhelan ver retornado a su patria: el muy noble y leal Fernando VII, que permanece prisionero de Napoleón en Francia. No cejaré hasta que pueda besar su mano a este lado de los Pirineos, y si para ello tengo que arrasar dos, tres o veinte castillos lo haré sin dudar.

-Sí, ya conozco vuestros metódos, don Francisco. Ví como incendiábais sin necesidad el convento de San Francisco en Estella, de muy notable y ojival fábrica, y allí se perdieron las afiligranadas tumbas de muchos nobles y príncipes de este reino, entre ellas la del infante Teobaldico, que cayó desde la peña de Zalatambor cuando niño, quebrando las esperanzas de su dinastía. También vi como reduciáis a cenizas lo que quedaba del palacio de Tiebas, sin más beneficio que el de ver desaparecer otra muestra del dominio del arte que aquellos antepasados nuestros tenían. Y vi también vuestro rostro transfigurado delante de aquellas llamas, como llevado por algún antiguo espíritu de destrucción. Luego reíais ante las ruinas humeantes como si hubiéseis logrado el objetivo secreto que ocultáis con órdenes tan desdichadas como la que me acabáis de dictar. Y eso que llegué a creer que lo hacíais por simple ignorancia, pero no, tiene que haber algo más escondido en esta locura vuestra...

Y ahora queréis derruir además los palacios de Olite y Tafalla, que son los más principales que nos legaron aquellos magníficos señores que, al menos, no reconocieron ningún otro superior en la Tierra, al contrario que vuestro Fernando VII, que ahora mismo lame servilmente la mano del Bonaparte en Bayona.

-Siempre tan observador, don Nicolás... ¿Creéis que no me fijaba yo en vuestra expresión dolorida mientras todos esos edificios se convertían en pavesas que el viento se lleva? El doble disfrutaba yo de esa manera: con su aniquilación y con vuestro sufrimiento, pues en algo tenéis razón, señor secretario: no soy el mismo desde el día en que hallamos en el arruinado palacio de Barasoain aquella caja oculta bajo un falso tabique, ¿recordáis?
Tenía muchos escudos pintados en la tapa, vos mismo me dijísteis que eran los de los reyes de Navarra. Y, efectivamente, al abrirla forzándola con una bayoneta, apareció allí una corona de oro y piedras preciosas con una inscripción grabada en su orla: "Aquesta es la corona del legítimo señor de Navarra, don Juan II, duque de Lara, de Peñafiel, de Montblanch y de Gandía". No sé qué puerta del Infierno se abrió en aquel preciso instante, pero aquel brillo, aquella riqueza, aquella majestad se apoderaron de mí, y una imperativa voz martillea constantemente en mi cabeza desde entonces: "Tú darás fin a lo que yo empecé, pues acabé con la dinastía real de Navarra y hasta con el reino mismo, pero aún quedan sus vestigios en forma de notables edificios preñados de su noble recuerdo, y mientras esa remembranza perdure, mi labor estará inconclusa..."

-Estáis completamente loco, Mariscal, tantos años de sangre y violencia os han trastornado definitivamente...

-Nada de eso: tantos años de sangre y violencia son precisamente los que me han permitido invocar al espíritu del tirano más conspicuo que anduvo jamás por Navarra, que sólo puede manifestarse en tiempos de guerra y desolación. Y vais a poder comprobarlo una vez más, pues ahora mismo están ya dando fuego al convento de San Francisco, en cuya nave central está la tumba de la reina Leonor, que gracias a él sólo gobernó durante 15 días. Otro rastro más de vuestra querida historia que se perderá para siempre, y al que esta misma noche se unirán los despojos del palacio de esta villa y del de Olite, a donde ahora mismo ordenaré que os conduzcan preso, que después del incendio aún quedarán allí muchos paredones donde fusilar a un traidor que tan mal opina sobre nuestro magnifico monarca don Fernando VII...

Y las frías carcajadas del Mariscal resuenan aún en la cabeza del secretario cuando la columna sale de Tafalla en dirección a Olite. Una enorme pira en el centro de la villa, que es como si consumiera no sólo la piedra y las vigas labradas, sino también el alma de todo el reino, le indica que el palacio de los reyes de Navarra ha dejado ya de existir...

Y llegado el grueso de la tropa a Olite, comprueba que la vanguardia se ha encargado ya de preparar el incendio del castillo, y que el Mariscal Espoz y Mina, con cara de honda satisfacción, está ya a punto de dar inicio a aquel crimen. Mira entonces hacia el castillo, y en una de las ventanas le parece ver a un hombre delgado, pálido, vestido con una especie de traje talar de color azul oscuro y tocado con un curioso birrete de color rojo, que le hace señas desde allí arriba.

Y grita, grita desesperado que hay un hombre en aquella ventana, que vayan a buscarlo antes de prender el fuego. Pero nadie más que él parece poder verlo, y se ríen de él, y Espoz y Mina da orden de que le hagan callar para que todos puedan disfrutar del espectáculo purificador del fuego, así que un culatazo en el estómago le hace caer al suelo, y entre las piernas de los soldados sigue viendo a aquel hombre en la ventana pidiéndole que se acerque, que vaya donde está él...

Y corre, corre como un desesperado hacia el castillo en llamas, esquivando los disparos que el mariscal ordena que se hagan contra el fugitivo. Y cuando logra refugiarse en el palacio, sigue corriendo hacia donde vio aquella figura, y ve entonces como ante el empuje del incendio, van cediendo las techumbres de tantas habitaciones doradas, cómo se cuartean y ennegrecen los frescos que mostraban el esplendor de la dinastía Evreux, cómo se deshacen los tapices bordados por Colin Bataille para Carlos III el Noble, y cómo los naranjos plantados por doña Leonor de Castilla arden como la yesca.

Pero ha conseguido llegar, a riesgo de su propia vida, a la estancia donde aquel hombre, que no sabe si es real o fruto de su imaginación, le está esperando. Al contrario que el semblante del Mariscal, siempre ensombrecido por la soberbia y la brutalidad, el del joven resulta afable, aun con un punto de tristeza en sus ojos. Así le habla:

-Se me ha permitido salir un instante del lugar de gloria que habito para oponerme una última vez a los malvados designios de quien me engendró. No puedo salvar ya este palacio donde fui feliz tanto tiempo, pero sí que puedo defender mi memoria y la de mis antepasados. Tras esa alacena, en un hueco excavado en la pared, yace oculto un libro que yo mismo escondí hace cuatro siglos. Es la Crónica completa de los Reyes de Navarra, incluyendo el Cuarto libro que mi padre ordenó destruir. No queda ya ninguna otra copia. Os la confío a vos para que todo el mundo conozca la verdad y desprecie para siempre la figura de aquél que usurpó el reino.

En el sitio exacto que se le ha indicado, encuentra Nicolás el libro, envuelto en una bolsa de piel con un triple lazo de oro repujado en ella. Mira entonces hacia la puerta por la que entró en la sala, totalmente sellada por las llamas, e implora ayuda a la misteriosa figura, que, guiándole por el dédalo de habitaciones, acaba mostrándole la entrada a un pasadizo secreto.

-Seguid por él, y acabaréis al otro lado del muro. Y recordad: sois ahora el depositario de un legado que muchos intentarán ocultar y otros muchos destruir. Os agradezco vuestro valor, porque pesada carga es ésta que os entrego, pero pensad que nunca estaréis sólo en este empeño. Cuando estéis más desesperado, invocadme con este anillo de doce lazos de plata que os entrego, y encontraré la manera de ayudaros. Lo juro...

Y mientras corre hacia abajo por la escalera de caracol, que por estar tallada entre los recios sillares, resiste todavía los embates del fuego, mira hacia atrás por última vez, y contempla al joven que se despide agitando su mano, mientras su figura se desvanece entre el humo...

A través de una estrecha saetera que da luz al pasadizo, ve también al Mariscal Espoz y Mina, que ríe diabolicamente, iluminado por las tremendas llamas que consumen el palacio.

-Si tuviese un fusil, en este mismo momento acababa tu carrera, Espoz maldito...-piensa contrariado el secretario-. Pero no hay tiempo para reflexiones, así que sigue bajando vertiginosamente hasta que alcanza la libertad prometida, dejando atrás la inmensa hoguera que devora el castillo de Olite. Y puede en pocas horas ponerse a salvo en Pamplona, donde denuncia ante la gendarmería la barbarie del Mariscal Espoz para que toda Europa se avergüence.

Y le da igual que le llamen afrancesado y le acusen de traidor, y que su cabeza sea puesta a precio en todos los pueblos de Navarra que domina el Corso Terrestre, porque lleva siempre consigo la memoria de otro que fue tildado de traidor y cuya cabeza fue también puesta a precio, y con eso le basta...

Y dónde se guarda ahora ese sagrado libro, es cosa que merecerá otras serias y jugosas averiguaciones...



© Mikel Zuza Viniegra, 2010