jueves, 4 de noviembre de 2010

A LAS BARRICADAS...



Barcelona, martes 27 de julio de 1909

La huelga general convocada para protestar contra la movilización de reservistas para la guerra de Marruecos mantiene totalmente paralizada la ciudad desde ayer. Las barriadas, con la policía y el ejército acantonados en sus cuarteles, han amanecido en manos de Solidaritat Obrera, el poderoso sindicato anarquista. Y de repente, sin saber muy bien quien dio el primer grito, las gentes abandonan las barricadas y recorren las abarrotadas calles para lanzarse a incendiar los conventos y colegios religiosos.

Antes de arrojar las antorchas, reúnen en su interior los bancos, los retablos, los cuadros y todo lo que pueda hacer arder más rápidamente aquellas enormes construcciones. Sus moradores, monjas, frailes y legos, han sido desalojados previamente, porque lo que importa es poner de manifiesto la inaudita riqueza que allí se ha acumulado durante siglos, mientras el paupérrimo proletariado moría de hambre a su vera.

Alcanzan finalmente ante el monasterio de Valdonzella, que ha sido abandonado por sus dueñas hace muchas horas. El comité de huelga, seguido de una multitud ansiosa por saber qué esconde aquella clausura, va abriendo puerta tras puerta del inmenso edificio, y al llegar al armario que suponen custodia el tesoro de las monjas, fuerzan sus candados hasta que ante ellos resplandecen por fin el oro y la plata de innumerables cálices y relicarios…

Pasan de mano en mano para que todos puedan verlos, pero no acaban en la mesa de algún joyero poco escrupuloso, sino en la hoguera que ya brama en el coro, pues no en vano el comité se ha encargado de recordar que se fusilará a todo aquel a quien se le encuentre encima cualquier huella de superstición y oscurantismo, y también para demostrar a los odiados burgueses que la ideología anarquista no se vende por precio alguno.

Ya sólo queda en aquella alacena acorazada un último estuche que arrojar a las llamas. Pau Fuster y Quimet Domenech, que llevan la voz cantante del piquete, lo abren con muy poco cuidado y, ante sus ojos, aparece un antebrazo engastado en plata dorada, con cada uno de sus cinco dedos adornados por anillos de lujosa pedrería…
-¡Al fuego con toda esta porquería! –gritan enfurecidos-, pero Francesc Laixertell, que es estudiante en la facultad de Historia, repara en la leyenda y el escudo que recorren su base. Dice así:

Sanct Carles de Viana. “Tanto curo, quanto toco”.

-¡Alto! –grita-. Éste no podemos destruirlo…

-¿Y por qué no, si puede saberse?

-Porque este brazo perteneció a uno de los nuestros.

-Los nuestros nunca han tenido tantas joyas como ese despojo que te empeñas en salvar, Francesc.

-Los anillos son adornos de monja histérica, pero esta reliquia pertenece al príncipe de Viana, que luchó por la libertad de Cataluña y de Navarra combatiendo contra su padre, el tirano y déspota rey Juan, igual que nosotros peleamos ahora contra el autócrata Alfonso XIII. Él fue un precursor, un modelo para todos nosotros. Las estúpidas jerarquías católicas quisieron hacerle santo para diluir su ejemplo y apoderarse de su figura. Hasta llegaron a decir que podía hacer milagros y que el mero contacto de su mano sanaba como por ensalmo a enfermos incurables. Por eso cortaron un brazo de su cadáver los monjes de Poblet, el mismo brazo que hemos encontrado aquí, y que ahora volverá a guiar al pueblo, como antaño…

-Bueno, si Bakunin provenía de una familia noble, puedo creer que alguna vez existieron príncipes anarquistas. Quédate con esos huesos si quieres, a una mala siempre podremos hacer caldo con ellos. Pero todo lo demás: ¡al fuego!

Al poco de salir el último incendiario, se derrumba el abovedado techo, y el ruido que provoca el desplome oculta los primeros disparos de los “pacos”, los francotiradores que desde las ventanas de los edificios cercanos disparan contra los amotinados. De repente, Quimet siente que le estalla el pecho y cae estrepitosamente sobre el asfalto escupiendo sangre por su boca. Sus dos compañeros consiguen arrastrarle a duras penas hasta un callejón fuera del ángulo de tiro, pero se ve claramente que la herida es mortal de necesidad.

-Domenech, soy Laixertell. No hay ningún médico cerca, si no hacemos algo pronto vas a morir y no podemos permitirnos el lujo de perder a un libertario como tú, así que vamos a probar si la reliquia de Carles de Viana es o no efectiva…

-Llevo toda la vida huyendo de los santos y ahora que estoy a punto de morir, ¿me vas a hacer besar su estampa?

Pero Francesc ya le ha puesto el dorado brazo sobre el sangrante agujero. Y entonces, aunque los tres hombres presentes jamás reconocerían que “milagrosamente”, el relicario –en medio de un gran resplandor- atrae hacia sí la bala de plomo, y la herida cierra herméticamente tras ella, como si nunca hubiese existido…

-¡Era verdad lo de que “curaba cuanto tocaba”! –grita Francesc entusiasmado-. Ya os dije que Carles era uno de los nuestros…

Al año siguiente, tras la represión que siguió a la que la Historia conocerá como “Semana Trágica de Barcelona”, Solidaritat Obrera cambió su denominación por la de “Confederación Nacional del Trabajo”. Hay investigadores que dicen que su bandera, de colores rojo y azul oscuro, estaba inspirada en el escudo partido de Navarra y Evreux que figuraba en cierta joya medieval que siempre llevaban encima los fundadores de dicha agrupación, pero no es fácil demostrarlo. Lo que sí es cierto es que a pesar de los numerosos tiroteos que en años posteriores se dieron entre las fuerzas del orden y los manifestantes anarquistas, jamás hubo un muerto por herida de bala en las filas de éstos últimos, al menos en las protestas en las que alguno de esos tres fundadores se hallaba presente…

El 19 de noviembre de 1936, en plena guerra civil, cuando por vía telegráfica llegó a la capital catalana la noticia de que Buenaventura Durruti había recibido un disparo en Madrid, Francesc Laixertell -el último superviviente de nuestros tres protagonistas-, fue abatido por un francotirador en la plaça del Diamant, cuando se dirigía a buscar el relicario del príncipe de Viana para salvar la vida del legendario líder anarquista, pues sólo él sabía ya dónde se custodiaba tan preciada joya. Su muerte, además de traer aparejada la de Durruti, trajo también consigo la desaparición del último resto del compañero Carles Evreux.

A día de hoy, sigue sin conocerse su paradero…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010