domingo, 5 de septiembre de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS VI: ARITMÉTICA ELEMENTAL



Prefiere consultar una y otra vez los tratados, aunque conozca sus teorías de memoria, pues al fin y al cabo él mismo es quien las ha escrito. Y es que el encargo del cardenal hace días que le tiene absorto...

Es cierto que, sin falsas modestias, puede considerarse a sí mismo como uno de los mejores matemáticos que jamás haya existido -sería de tontos negar lo evidente-, pero ahora se enfrenta a un reto nunca alcanzado anteriormente por ningún otro científico: desarrollar la fórmula exacta e infalible que, al ponerse en práctica, consiga la paz perpetua entre aquellos hombres que se hallen sumidos en la oscuridad de la guerra.

Y no le ha importado simultanear esta titánica misión con su trabajo en la capilla mayor de los franciscanos de Arezzo. Al contrario, se ha ayudado de los cálculos aritméticos que su despierta mente ejecuta sin cesar, para plasmar con el mayor realismo posible las escenas sobre la leyenda de la Vera Cruz, que los Bacci le encargaron hace ya varios años. Y es que sus frescos se basan tanto en la ciencia matemática, que los cuerpos en ellos representados –iluminados por el brillante sol de la Toscana- quedan perfectamente asimilados a volúmenes geométricos regulares, y sometidos a la implacable ley de la perspectiva. Y parece haberlo logrado, pues quienes los contemplan experimentan en su interior un gozo y un anhelo tal de concordia -aunque algunos muestren las escenas de batalla más sangrientas-, que en verdad puede afirmarse que desde tiempos del griego Apeles, jamás artista alguno había alcanzado semejante perfección.

Y desde luego que es el cardenal la clave de todo el asunto: de la búsqueda de la paz, y de los frescos que Piero está a punto de terminar.

Ivan Bessarión, el príncipe de la Iglesia Romana, “el de la barba partida”, que sin embargo nació arrullado por los monocordes cantos ortodoxos de la bizantina ciudad de Trapisonda. Él fue el primero en darse cuenta de que el Imperio tenía las horas contadas, y el que más se esforzó por poner fin al cisma que desde 1054 separaba a las iglesias hermanas. Lo hizo con tanto ahínco que el Papa Eugenio IV acabó nombrándolo cardenal, pero sus esfuerzos diplomáticos no consiguieron amansar al sultán otomano, que en 1453 conquistó Constantinopla.

Han pasado ocho años de esa fatídica fecha, y un nuevo pontífice ocupa el trono de San Pedro. Eneas Silvio Piccolomini es su nombre, y como humanista y bibliófilo reconocido, admira fervientemente la labor intelectual del cardenal Bessarión, que ha salvado centenares de preciosos libros griegos de perecer en las hogueras turcas. Ambos están de acuerdo en organizar una amplia coalición de países cristianos que recupere de manos de Mohamed II la tierra natal de Iván y, para conseguirlo, juntos elaboran una estrategia cuyo pilar fundamental serán los cómputos imaginados por ese pintor nacido en el Borgo de San Sepolcro.

Otros en la antigüedad buscaron inútilmente la manera de convertir el plomo en oro, pero Eneas e Iván no buscan la riqueza, sino la paz, y al Santo Padre es a quien le corresponde dar el primer paso en ese sentido…

Sí, lo han estudiado con mucho detenimiento, llegando a la conclusión de que antes de bregar contra el turco, las fórmulas de Piero deberán demostrar su eficacia en un campo de operaciones más pequeño: el reino de Navarra, que se debate en luchas intestinas desde hace casi una década. Precisamente, como si la Providencia les señalase el camino, el obispado de Pamplona está vacante, así que el Papa no tarda en adjudicárselo a Bessarion, cuya primera medida es enviar a su vicario Juan de Michaelibus a templar los ánimos de los belicosos navarros. Y viaja con él un joven aprendiz del taller de Piero, con el mandato de que dibuje al carboncillo, y en el menor plazo de tiempo posible, los rostros de todos los protagonistas de aquella sangrienta contienda. Y mientras llegan aquellos retratos, Bessarión se refugia en su biblioteca para conocer más datos de la diócesis que le ha tocado regir y, si Dios quiere, pacificar…

Y en los libros comprende la naturaleza del enfrentamiento entre Juan II, que usurpa la corona apoyado por la facción Agramontesa, y su hijo Carlos de Viana, que reivindica su condición de auténtico rey de Navarra, sostenido por sus partidarios Beamonteses, y de su propia mano escribe un informe para que Piero di Benedetto dei Franceschi, más conocido como Piero della Francesca, pueda con esos datos, y con las efigies trazadas por su discípulo, comenzar a realizar una pintura que ponga fin a la guerra de Navarra.

Y es por todo lo ya relatado que el artista lee y relee sus propias obras: el “Trattato d’Abaco”, el “De prospectiva pingendi” y, sobre todo, el “Libellus de quinque corporibus regularibus”. Y cuando está verdaderamente seguro del resultado que quiere obtener, comienza a preparar un políptico igual a los que trajo a Italia el maestro flamenco Roger Van der Weyden, pues no hay otra manera de que su pintura llegue a Pamplona. Y realiza su trabajo en la propia capilla Bacci, rodeado de las impresionantes y aún inacabadas figuras del emperador Heraclio combatiendo contra el persa Cosroes, del rey Salomón –con los rasgos del sabio Bessarión- recibiendo a la reina de Saba, de Santa Elena y sus damas de honor adorando a la Santa Cruz, del César Constantino soñando con el ángel de la victoria en Ponte Milvio…

Y muy pronto las desnudas tablas laterales, más pequeñas que las interiores, que a su vez son más pequeñas que la central, van poblándose con las imágenes simétricas de los nobles beamonteses y agramonteses, encabezados por el prior Juan de Beaumont unos, y los otros por mosén Pierres de Peralta, y todos detrás de quien cada uno considera legítimo soberano. El príncipe de Viana, al que Piero conoció en Florencia, en casa del maestro Uccello, tiene ese rostro de los acostumbrados a soñar despiertos, y aparece a lomos de su caballo de guerra, que responde al nombre de “Volador”, y va enjaezado con los colores rojos y azules de la casa real navarra. A don Juan lo muestra vestido con muy rica armadura, y las hebras de plata que puntean sus sienes y su barba no indican vejez, sino terca determinación. La escena principal está dedicada a mostrar la batalla fundacional del reino de Navarra, aquella rota de Roncesvalles que recogen todos los cantares de gesta, y cuya gloriosa memoria pertenece a ambas facciones, para que no pueda haber disputa posible. Está pintada con tal maestría, que dan ganas de enjugar con pañuelos las sangrantes heridas de los guerreros, de acariciar las crines de las monturas, y de sostener las banderas de Navarra que flamean al viento de las verdes montañas que enmarcan la composición, coronada por otra tabla triangular en la que aparece Cristo atado a la columna, flagelado por dos sayones, cuyas ropas muestran las armas de Agramont y de Beaumont. Y una mujer llora tendida en el suelo, y el sumo sacerdote, con su barba partida, levanta los brazos pidiendo que pare aquel atroz suplicio. Y en esta última tabla Nuestro Señor representa a Navarra, atormentada por las dos banderías, y la mujer que llora es la imagen del exhausto pueblo navarro, y el sumo sacerdote es trasunto del cardenal Bessarión, llamado a cambiar tal orden de cosas.

Y cuando queda satisfecho de su labor, da Piero la pincelada final a aquella maravilla, que totalmente desplegada y abierta, tiene forma de pirámide, la figura geométrica que permite que todas las miradas converjan en un solo punto, justo aquel que marca la inalterable ley de la perspectiva…

Un mes después la galera papal viaja hacia Barcelona, con la pintura bien protegida en su bodega. Desde allí una nutrida escolta tiene orden de conducirla a toda prisa a Navarra, donde ha de ser colocada en el altar mayor de la catedral de Pamplona, el lugar donde los reyes deben jurar el Fuero. Junto con el cuadro, Juan de Michaelibus recibe la bula pontificia que le otorga la facultad de excomulgar a quien se niegue a acudir a la capital para contemplarlo. A pesar de ello, siguen aún abiertas las negociaciones para que Juan II permita a su hijo retornar a Navarra desde el exilio, y el rey ya ha avisado que él está demasiado ocupado como para viajar a conocer una simple pintura como tantas otras que hay en sus reinos.

Los demás caballeros caracterizados en el cuadro, muchos de ellos presentes en la catedral exclusivamente gracias al salvoconducto papal, sí que quedan sorprendidos cuando Michaelibus descorre el cerrojo con las armas del cardenal Bessarión y pueden ver ante sus ojos aquel portento, que todos ponderan más como obra de dioses que de hombres, y cada uno se reconoce a sí mismo en su retrato, y todos se reconocen únicamente como navarros en el épico combate de Roncesvalles allí figurado. Y hasta Juan de Beaumont y mosén Pierres de Peralta se abrazan como hermanos que llevaran largo tiempo sin verse, y Juan de Michaelibus da gracias a Dios porque piensa que, efectivamente, el arte de Piero della Francesca es mucho más divino que humano.

Y no tarda en saberse en Roma el éxito de la misión, que Eneas e Iván sueñan ya con extender a la perdida Constantinopla. Pero antes que a Roma, llegan a la corte de Juan II de Aragón las noticias sobre el misterioso ascendiente que ese cuadro ejerce a la vez entre partidarios y adversarios suyos, y el astuto rey juzga que no le conviene en absoluto que se extienda esa influencia por sus dominios, así que ordena a sus esbirros más obedientes que destruyan esa pintura cuanto antes. Y escoge precisamente a esos, porque sabe bien que la obediencia ciega, acrítica, es el mayor apoyo de los necios.

Así que aprovechando las fiestas que celebran la paz por toda la ciudad, una noche se introducen en la catedral y vacían el aceite de sus candiles sobre la pintura. Cuando hasta la última gota ha sido vertida, el capitán Alfredo de Astiz, que es el más cerril y repugnante de los hombres del rey, enciende una vela y la acerca a las tablas, que no tardan en arder como la yesca. Desde su habitación en el dormitorio de los canónigos, a Michaelibus le parece ver una luz extraña en la catedral, y cuando entra en el templo queda aterrado por el furor del fuego que envuelve el cuadro, que a duras penas, y a costa de dolorosas quemaduras en los brazos y en la cara, puede apagar cubriéndolo con un telón arrancado de la capilla más próxima. Cuando la última llama se extingue, el vicario queda desolado: sólo se ha salvado la tabla del coronamiento, aquella que muestra la flagelación de Cristo y que simboliza también el sufrimiento del reino.

La noticia corre pronto por los barrios de Pamplona, y prenden de nuevo las discordias entre quienes se acusan mutuamente de haber cometido semejante infamia. La guerra de Navarra vuelve a estallar aún más virulenta que antes y el Papa Pío II, cediendo ante las presiones de la Curia, releva a Bessarión de la sede episcopal de Pamplona. La oportunidad de la paz ha pasado, y el cardenal sabe de sobra que ya nunca más navegará por el cuerno de oro, ni volverá a pasear por las calles de Bizancio, ni rezará jamás en Santa Sofía. Al menos –piensa-, siempre le quedarán los prodigiosos frescos de Piero en la capilla Bacci de la iglesia de los franciscanos de Arezzo…

Quienes visitan hoy en día el Cincinnati Art Museum, en Ohio (Estados Unidos), pueden ver en la sala dedicada a la pintura europea una tabla triangular, atribuida a un seguidor de Piero della Francesca, cuyos colores están afectados por algún incendio antiguo, que no permite reconocer los escudos de los sayones que azotan cruelmente a Cristo. Parecen adivinarse también las figuras de una mujer y de un sacerdote con la barba partida…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010