martes, 10 de agosto de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS II: ENTOMOLOGÍA SAGRADA



-La cofradía de orfebres de Florencia contrató vuestros servicios en marzo, hace ya seis meses, maestro Sandro. Se os encargó una tabla que representase a Santa María y a su divino hijo, con la advertencia de que la fecha de entrega debía ser la de la virgen de agosto. Sólo quedan dos semanas para que se cumpla el plazo y no habéis puesto aún un pincel sobre la paleta.
El Consejo de Aurifices comprende vuestro terrible dolor por la reciente muerte de la gentil Simonetta. Toda Florencia ha quedado perturbada tras tan funesto suceso, pero la vida sigue, y si vos no sois capaz de cumplir lo pactado, no faltan pintores en la ciudad que estarán encantados de sustituiros. Es el último aviso. Si en estas dos semanas no deponéis vuestra pasiva actitud, seréis denunciado a la Signoria y os veréis obligado a devolver el adelanto que se os otorgó. Viendo el aspecto de vuestra casa y de vuestra propia persona, dudo mucho que podáis hacerlo. Por mi parte estoy dispuesto a añadir una fuerte suma a la ya convenida si cumplís vuestra parte del trato. El Consejo cree de veras que hay mejores artistas que vos en esta ciudad. Yo creo que se equivocan y me gustaría demostrárselo con vuestra ayuda. Dentro de quince días sabré si tenían o no razón…

Cuando Sandro queda solo en su habitación, las palabras del síndico de los joyeros van borrándose de su cabeza igual que se borran los signos escritos en las tablillas de cera al pasarles un pañuelo por encima. El mal vino bebido la noche anterior se cobra ahora su tributo, y parece como si sus mefíticos vapores fueran raspando hasta el último resto de pensamiento consciente. Todos menos uno: el recuerdo de Simonetta no hay Chianti que lo borre, por más vinagre que se eche a las cubas…

Se levanta y, como un sonámbulo, cumple su cita diaria desde aquel maldito 26 de abril en que todo el arte que atesoraba en su interior siguió al sepulcro a su amada. Recorre el borgo de Ognisanti sin responder a los saludos que los artesanos de las bottegas le envían. Cruza la puerta de la iglesia y se sienta a los pies de la tumba donde yace la que hacía que el sol quisiese salir sólo para iluminar sus dorados cabellos, que la hierba deseara crecer más tupida tan sólo para ser pisada por sus delicados pies, que los músicos compitieran por acercarse a las humanamente imposibles notas que entonan eternamente los bienaventurados en el Paraiso, sólo para que ella sonriese durante un momento, un instante en el que el tiempo parecía detenerse, preso él también de tanta belleza.

Y ahora ella no es más que un montón de cenizas bajo las ajadas bóvedas de un templo junto al Arno. Y Sandro se arrojaría a la fosa contigua si se abriese bajo sus pies, pero como Dios hace tiempo que no atiende sus ruegos, las frías losas no se mueven de su sitio, así que abandona lentamente la iglesia, y como cada día recorre las fiaschetterias y los vinnaios de más baja estofa, pagándose el vino o bien con la limosna de otros pintores que se apiadan de su circunstancia, o bocetando en sucias servilletas los desdentados rostros de las puttane y bandidos que en aquellos antros anidan.

Es la única manera de que al llegar la noche, cuando vuelve a su casa arrastrándose, Simonetta le esté esperando. Como antes. Pero cuando despierta por la mañana, ella no está, y el infierno vuelve a abrirse a sus pies.

Pero esa noche ocurre algo diferente. Es cierto que se deja caer en el lecho como una torre que se derrumba, y que la luna que se filtra por la claraboya parece dibujar el pálido semblante de Simonetta sobre la almohada. Sólo quiere dormir para reunirse con ella. Dormir y no despertar nunca más. Pero esta noche Sandro despierta muy pronto, porque un ruido como de diminutas trompetillas se cuela en sus oídos, y siente también aguijonazos en todas las partes de su cuerpo no cubiertas por las sábanas.

-¡Maldito verano florentino! –piensa mientras enciende las velas del candelabro que reposa en su mesilla. Y cuando, frotándose los ojos, lo eleva hacia la pared, ve una nube de mosquitos de esos que pueblan a porfía la ciudad de los Medicis que, como siguiendo el pulso de una divina calígrafa, van apiñando sus alargados cuerpos y sus brillantes alas hasta formar una frase que hace a Sandro caer de rodillas:

-Píntame con el rostro de Simonetta.

Y tan pronto como se ha formado la oración, se deshacen aquellas letras vivas, que vuelan frenéticamente rodeando y picando inmisericordemente al pintor que, aturdido, cae rendido al suelo.

El alba le sorprende en la cama. Por primera vez en muchos meses se siente dueño de sus pensamientos, y la cabeza no le suena como los aspavienteros carros de la Misericordia de Firenze, que para ir a atender a los enfermos atruenan toda la ciudad con sus infernales carracas.

Vuelca el agua en la palangana para lavarse, y observa sorprendido su antebrazo derecho, donde un montón de abonazos parecen formar la palabra “Ricorda!”
Y sí, sí que recuerda. Y por eso prepara con mimo la tabla, mezcla hábilmente los colores y el aceite hasta lograr la mixtura exacta, aquella que permite deslizar los pinceles sin esfuerzo. Y se pone a dibujar compulsivamente con el carboncillo, hasta volver a tener el familiar perfil de Simonetta frente a sí.

Pasa los días siguientes en este afán, y al llegar la fiesta del quince de agosto, una madonna tan bella que, a juicio del Gremio de Joyeros y de toda la ciudad de Florencia, reunida para la procesión, ni siquiera micer Giotto hubiera podido mejorarla. Y todo el mundo se hace lenguas del peculiar detalle de que la imagen está rodeada por una compacta órbita de mosquitos, tan bien pintados que parecen vivos. Es por eso que la multitud pronto bautiza el cuadro como “La Madonna di Zanzare”, aquella a la que deberán dirigir sus ruegos todos aquellos y aquellas que tengan la fortuna de pasar una o varias noches de verano en questa bellisima cittá. No les faltarán ocasiones para hacerlo...

Tan sólo un barbudo artista, nacido en la cercana villa de Vinci, parece no estar de acuerdo con el juicio popular, pues mueve ostentosamente su cabeza ante la tabla en señal de desaprobación, aunque pronto ha de buscar refugio porque docenas de mosquitos –y estos sí que son reales- se lanzan contra él, con más saña incluso de la habitual, que puedo atestiguar que es mucha…

Y Sandro recuperó de esta manera su maravilloso arte, y es cierto también que muchas de las mujeres que pintó a partir de entonces guardan enorme parecido con aquella cuya piel era más blanca que el mármol de las paredes del Duomo. Y bien que se lo agradecemos los que no tuvimos la oportunidad de conocerla mientras vivía.

Y hasta hay evidencias de que un peregrino navarro, que moraba esos días en Florencia, quiso que Sandro le pintase una copia de aquella singular Madonna, pero que lo escaso de su peculio hizo que el maestro le recomendara más bien la adquisición de una “Kodakina”, que son unas copias de imágenes hechas a toda prisa con las que se gana la vida por esos pagos un inglés llamado Sir George de Eastman. Mas como el navarro le cayó bien, le pintó también como recuerdo un cuadro tan pequeño como la palma de la mano, en el que podía verse un fiero y amenazador mosquito florentino, con su trompetilla bien dispuesta ya al picotazo. Y por detrás firmó orgulloso su obra: Sandro di Filipeppe, detto “il Botticelli”. Firenze, AD 1476.

Y este cuadro del mosquito podía verse hasta hace no mucho tiempo en el muro izquierdo de la nave de la iglesia pamplonesa de San Cernin, justo debajo de la imagen de piedra de San Jorge, pues mucha devoción tenía el peregrino por aquel lugar, y allí pidió ser enterrado. Y digo podía verse porque su realismo era tal, que un sacristán lo tomó por verdadero y de un fuerte paletazo destruyó para siempre lo que él creyó ser un mosquito fiero, no ya de las riberas del Arno, sino de las del Arga, que tampoco son precisamente mancos a la hora del picar…



© Mikel Zuza Viniegra, 2010