miércoles, 14 de julio de 2010

Y MI PALABRA ES LA LEY...


Otro ilustre y egregio
simpatizante de La Jarana...


-¿Pero dónde habrá ido ésta? –piensa mientras recorre con su mano el vacío que ella ha dejado al levantarse de la cama.

La luz de la tarde se filtra por la persiana y se clava en su adolorido cerebro como puñales brillantes. Aún seguiría durmiendo si no hubiese oído cómo daban las cuatro en el reloj de la cercana catedral. Quizás sería buena cosa mandar al campanero a pasar una temporada al castillo de Monreal…

Se incorpora con cierta dificultad y siente inmediatamente la boca pastosa, como si hubiese comido dos o tres bolsas de los polvorones que Maese Molinero elabora en Arroniz. Pero no recuerda haber comido nada la noche anterior. Bebido sí, y mucho. Es que resulta difícil negarse a tanta invitación. Y siempre con vino de Navarra, claro. Qué menos.

Y luego está lo de Agnes, que la pobre sólo bebe cerveza y no sabe lo que se pierde. Seguro que se ha ido por ahí con sus parientes alemanes…

Tira del cordón esperando que aparezca algún criado. Pero al tercer tirón se acuerda de que hoy les concedió el día libre. ¡Maldición! ¿Dónde estará guardada la ropa blanca? Él se pondría la misma de ayer, pero huele tanto a ese sahumerio vegetal que, envuelto en un pergamino muy delicado, hacen quemar los turcos de la embajada del Soldán, que no hay quien lo aguante. La verdad es que él también usó bastante de ese entrañable producto ayer, y ahora le suenan los pulmones como el fuelle del herrero de Beriain…

Abre la ventana y el sol le deslumbra haciéndole cerrar los ojos, cuyo reflejo le devuelve el azogue. Están tan rojos como los que una vez vio que tenía un transilvano que pasó por Pamplona haciendo la ruta del Ajoarriero…
De Zugarrondo le llega un barullo tremendo. Es lo que tiene vivir en plena Navarrería, por mucho que lo hagas en un palacio tan grande como éste, aunque ahora esté totalmente vacío y él sea el único que recorre sus espaciosas salas. Precisamente en la mesa de la estancia principal hay un mensaje garabateado por la gótica letra de su mujer:

-Han pasado tus amigos a recordarte que hoy te toca a ti llevar la merienda a los toros. Yo me voy con Marlene y el señor de Beckembauer a las barracas. Nos vemos luego. Besos.
Y aléjate de esa humo de los turcos, que apestas.

La merienda… ¡Pero si son las cinco y media! Más vale que ha encontrado un pantalón y una camisa que, si no totalmente blancos, ofrecen una irisación bastante cercana. De lo que sí se acuerda bien es de quien preside hoy la plaza: su padre, el que no le cede el trono de Navarra. Pero se va a enterar de la pitada que le vamos a dar…

Así que en lugar de la faja y el pañuelico rojos, se los pone de color azul, que al fin y al cabo son la divisa de sus abuelos los reyes de Francia, para que rabie su progenitor. Y además son también los colores de cierta agrupación sita en el rincón de Pellejerías de la que forman parte muchos de sus amigos. Y se pone un gorro rojo, que es con el que le gusta ser retratado en todas las imágenes oficiales, y sale a la calle dispuesto a hallar un lugar donde pueda hacerse con algún bocado con el que satisfacer a sus amigos.

Lo encuentra al fin cerca ya de la plaza, aunque debe pagar a Abraham Kuant-Okobro casi todo el contenido de su faltriquera por apenas media docena de emparedados con un jamón tan fino y transparente como las vidrieras de San Nicolás. Y lo peor ha sido que el vino ni siquiera es de Navarra, sino de Valdepeñas, que está en el reino de Aragón.

-O lo tomas o lo dejas –le ha espetado el ladino comerciante-. Y por lo avanzado de la hora no ha tenido más remedio que aceptar, no sin pararse a pensar muy detenidamente la mazmorra en la que lo hará encerrar mañana mismo…

El sol cae a plomo sobre el tendido, y el vino y lo exiguo de los bocadillos hacen a sus amigos dudar de una de las virtudes cardinales que ha de poseer un príncipe: la magnificencia y la generosidad. Él se disculpa lo mejor que puede, y hasta se alegra de que Agnes se haya ido a la feria, pues con eso de ser de tierra extraña, habría acabado llevándose encima de su atuendo todo el vino aragonés, y no es cosa de que las ropas se ciñan demasiado al cuerpo, que se entrevé todo…

Pero en ese momento sale el rey Juan a la tribuna, y se lleva una bronca descomunal por parte de la zona donde el príncipe y sus amigos se han puesto ya de pie.

-Una minoría. Sucios beamonteses, Majestad –le recuerdan al rey sus consejeros-. Pero el viejo no quita el ojo de donde sabe que suele sentarse su hijo, y se da cuenta también de cómo éste tiene la valentía de sostenerle la mirada, e incluso de saludarle burlón tocándose el sombrero...

Y justo en ese momento una ruidosa banda de juglares comienza a entonar una bella balada que dice:

"No tengo trono ni reina,
ni nadie que me comprenda,
pero sigo siendo el rey.

Una piedra en el camino
me enseñó que mi destino
era rodar y rodar…"

Y al gritar con toda la atronadora concurrencia “¡Rodar y rodar!”, le parece al príncipe Carlos que aquella canción tendrá en el futuro mucho que ver con él mismo, pero piensa también que ahora no es momento de tristezas sino de divertirse con sus amigos, así que tira lo que queda del Valdepeñas, y se lanza a por unas botellas de Príncipe de Viana, que siempre es un vino mucho más agradecido.

Y el narrador detiene en este mismo punto la historia de Carlos, de Agnes, de Juan, de Abraham y del herrero de Beriain, porque se va a los toros él también, prometiendo que beberá navarro y fumará turco o de lo que haya...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010