domingo, 27 de junio de 2010

GOD SAVE THE QUEEN



Se agradece llegar a un lugar tan fresco y rodeado de verdes colinas como el castillo de Rocabruna, tan cerca de San Juan de Pie de Puerto…

Además, el calor de estos últimos días de junio en Tudela comenzaba a ser insoportable, y aunque le haya costado arrancar de allí a su mujer, que se pasa el día tomando ese sol nunca conocido en su tierra, igual que hacen los gardachos en la Bardena, sentir la caricia refrescante de la brisa que viene del cercano mar le pone de buen humor.

Es cierto que a ella le ha dicho que el viaje se debía a la necesidad de revisar personalmente las obras de fortificación, pero en realidad lo que quiere el rey es estar más cerca de las torres de señales de la cercana frontera inglesa, porque este domingo se celebra la eliminatoria del Campeonato Mundial de Torneos y Justas. Y se enfrentan nada menos que Inglaterra y Alemania…

Como buen caballero, él quizás debiera desear la victoria de los compatriotas de su esposa, Clemencia, hija del emperador germano Federico I Barbarroja, pero desde que combatió en 1194 bajo el estandarte de los tres leopardos de su cuñado Ricardo Corazón de León, quiere que los colores ingleses salgan siempre triunfantes. Así que después de ordenar hacer subir a la torre varios barriles de buena cerveza confeccionada especialmente para él en la lejana y brumosa isla , cierra por dentro la puerta de la atalaya y se acomoda tranquilamente en la terraza esperando que comiencen a verse las almenaras que irán dando a conocer el resultado del choque.

La noche no puede ser más clara, así que efectivamente va interpretando el rey de Navarra los signos luminosos que las hogueras van trayendo de castillo en castillo. Y las primeras noticias no pueden ser más desalentadoras, porque los brutos alemanes comienzan apuntándose la primera victoria parcial, según indican las luces que llegan desde el castillo de Bayona…

-¡Habrá sido ese bestia de don Miroslav Von Klose! –piensa el rey mientras se sirve una pinta del tonel.

Y al poco rato vuelven los teutones a mojar la oreja de sus rivales, pues otra parpadeante luz indica otro nuevo triunfo alemán.

-Éste habrá sido el gentil Lucas Von Podolski –se imagina mientras paladea otra pinta y se lamenta de la debilidad británica.

Y lleva ya bebida la tercera y mediada la cuarta cerveza, cuando ve dos hogueras sobre la torre inglesa, lo cual indica que algún caballero inglés ha hecho morder el polvo del palenque a los alemanes. Por si acaso, el rey se frota bien los ojos, pues aunque por su físico resiste bien los efectos del alcohol, nunca está de más asegurarse con estos blandengues sajones…

-Sí, definitivamente ha tenido que ser alguno de los participantes más rocosos. Quizás Sir Upson de West Ham… -y se embaúla otra cerveza para celebrar tan buena nueva.

Comienza a sentirse pelín eufórico cuando, de repente, ve de nuevo dos hogueras en la torre. Su grito de alegría se oye por toda Rocabruna, pero cuando vuelve a mirar, los fuegos han desaparecido.
Desconcertado, consulta en los cronicones el nombre del juez de la contienda: el señor de Larrionda.

Sí, ya recuerda que el maldito ha tenido alguna otra vez fallos descomunales.
Seguro que ha dado por buena alguna clara conquista inglesa, probablemente del habilidoso Lord Lampard, y luego el resto de jueces le han hecho volver atrás en su decisión...

Tal contrariedad le da sed, y entre unas cosas y otras, el primer tonel de cerveza queda pronto tan vacío como la germánica cabeza de Clemencia.

Dos a uno es una diferencia fácilmente remontable. De hecho, si él estuviera en el campo del honor, ya se habría llevado por delante a dos o tres petulantes petimetres teutónicos. De sobra sabe que el águila real navarra podría destrozar si quisiese a la imperial alemana, como si ésta no fuese más que una simple rapaz… Y tan ornitológico pensamiento le lleva a abrir otro barril, marcado en sus tablas con el arrano beltza, para que nadie más se atreva a beber de reserva tan especial.

Mas un nuevo y solitario fuego derrumba sus ilusiones casi por completo, aunque entre cerveza y cerveza no puede asegurar si los continentales han infligido una o dos derrotas más a los isleños.

-¡Seguro que ha sido ese perro de Muller! –exclama mientras arroja su copa al suelo y grita que los leopardos de Inglaterra tienen los dientes de mantequilla, y que no se puede elegir como preparador del equipo a un italiano, pues todos ellos tienen fama de afeminados-. O algo así, porque desde abajo no se entiende bien lo que masculla aquel gigante que se bambolea torpemente en lo alto de la torre…

Pero lo que no se imagina Sancho es que Clemencia ya era muy aficionada a estos torneos allá en su Alemania natal, y que sabe desde muy niña interpretar las señales de fuego que vienen de torre en torre, aunque sean éstas inglesas, y no germanas.

Así que desde la ventana de su habitación ha ido conocido el resultado del enfrentamiento, y se ha alegrado mucho por el señor de Schweinsteiger, con el que tuvo algo más que palabras un verano que pasó en Suabia…

Y entonces el viento del sur trae unas nubes muy negras que se apoderan de los cielos de Rocabruna, y va Clemencia a la torre en cuya terraza se ha encerrado su sandio esposo, y con una horquilla que extrae de su trenza trastea en la cerradura, hasta hacer imposible que aquella puerta pueda abrirse desde dentro.

La furiosa tormenta comienza a descargar sobre el castillo, y el más que ebrio Sancho, nunca menos “Fuerte” que ahora, ha de soportarla toda la noche con la única protección de uno de los barriles de cerveza que ha sobrevivido a las patadas que dio a las otras cubas cuando se enteró del resultado definitivo de sus admirados ingleses…

Y aunque los truenos no le dejan conciliar del todo el sueño en su confortable lecho, pasa la noche Clemencia recordando sus amores con el noble señor de Schweinsteiger, y lamentando el día en que se alejó de sus brazos.

Y fue escrita esta historia la tarde del 27 de junio del año del Señor 2010, justo poco después de que se cumpliera –como siempre- la fatídica sentencia de Lord Linecker: “Los torneos los luchan once caballeros contra otros once, y siempre los gana Alemania”.



© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 22 de junio de 2010

TAN CERCA TAN LEJOS…



Y es lo que tiene este hasta ahora inédito Libro de los Teobaldos, que cuanto más se profundiza en él, más nuevas historias se llegan a conocer...

Y diz que la tal Blanca llevó a cabo sus planes de conquista de todos los reinos de la cristiandad, tal y como lo había jurado ante la tumba de su abuelo, pues no hubo duque, príncipe o rey que pudiera resistirse al embrujo de su voz, de tal forma que el carbunclo de Navarra y la banda de plata de Champaña se enseñoreaban ya de todos los castillos que iban desde el mar verde, allá donde moran los escoceses, hasta las lindes de Al-Andalus, donde rezaban a Alá para que a la princesa no le diese por aprender la lengua arábiga…

Tan sólo un pequeño reino norteño, en el confín helado donde habitan los vikingos, sigue sin inclinar sus estandartes ante los de la invencible reina. Y a Blanca le entra la curiosidad de ver con sus propios ojos a quiénes se conducen con semejante altanería. Y marcha silenciosa a la cabeza de su ejército, con su garganta protegida por un pañuelo de seda donde van bordadas muchas escenas sacadas de los poemas del primer Teobaldo.

Y Esteban de Idoate es el capitán de su guardia, y mucho la ama desde que crecieron juntos en el mágico delta que forman los castillos de Monreal, Leguin e Irulegi. Y anoche estuvieron, como tantas otras noches, juntos en su tienda, y siguió sin poder hacerla prometer que además de su señora sería alguna vez su esposa, pues no es Blanca de esas que puedan conceder más de un solo día al lado de nadie.

Y arriban por fin al reino rebelde, y van cayendo todas sus ciudades y villas una tras otra hasta que llegan a la capital, ante cuyas murallas canta la princesa con tal sentimiento que las gaviotas que vigilan la mar vuelan tierra adentro sólo para poder escucharla, y hasta los osos blancos despiertan al unísono en sus cavernas del bosque al oírla.

Mas no se alza el puente levadizo ni se abaten las banderas enemigas, así que ordena Blanca el asalto a sangre y fuego, y como tienen los navarros ya mucha costumbre en estas lides guerreras, para la medianoche no resiste más que la torre del homenaje. Y sale entonces de ella enarbolando una bandera blanca, y alumbrado tan sólo por la antorcha que porta un paje, el hombre más hermoso que haya visto nunca la princesa. Con el pelo tan negro como una noche sin luna y los ojos tan verdes como el mar que muerde los fiordos, y si permanece en silencio no es por desafiarla, sino porque es sordo, y por tanto inmune al hechizo de su cantar.

Y para cuando Blanca comprende lo ocurrido, ya naufraga sin remedio en esos ojos, así que da orden a su hueste de que guarden las armas, y esperen a que ella acuerde la paz con el vencido, a quien sigue hasta el interior la torre.

Pasan 5 días y 5 noches allí encerrados, y a Esteban comienzan a llegar las voces acusadoras en contra de la reina, sobre todo por parte del obispo de Estella, que cree que la natura femenina no casa bien con el ejercicio del mando. Pero Esteban recuerda bien que ella rechazó al barbudo mitrado, y que desde entonces se la tiene jurada.

Por fin se abren las puertas de la torre, y salen los dos príncipes de la mano, y Esteban advierte que lleva Blanca en el dedo un anillo con un diamante del mismo color que el hielo que cubre los lagos de esa gélida tierra, y que muy pronto cubrirá también su corazón, pues anuncia la reina su matrimonio con su silencioso acompañante.

-¿Cómo puedes casarte con alguien que nunca podrá acompañar tu voz? –le pregunta Esteban cuando nadie más puede oírlos.

-Porque hay cosas que no necesitan decirse para que sintamos que son verdaderas–responde ella rozando su mano con la del capitán-. Conozco bien tus sentimientos hacia mí, y aunque te quiero mucho sabías también que nunca te prometí nada que fuera más allá de otra noche más. Mañana mismo embarcamos para Thule, que es la tierra de sus antepasados, más al norte aún que ésta donde nos encontramos. Y no sé cuánto tiempo permaneceré allí. Es mi deseo que comuniques mi decisión al Consejo Real.

Y así lo hace Esteban, y todos los demás magnates se sublevan ante la idea de que la reina que ha hecho que Navarra sea nombre temido en todo el orbe prefiera ahora el amor a las campañas militares, y acuerdan dar muerte al príncipe sin voz y hasta se atreven a proponer que Blanca sea encerrada hasta que recupere el juicio, y que sea Esteban quien tome el poder mientras eso no ocurra.

Y el capitán les hace creer que acepta su propuesta, pero cuando la reunión termina corre a contarle a la princesa lo acordado. Y ella, que nunca ha suplicado a ningún hombre, cae de rodillas y le da su palabra de que se casará con él si deja marchar sano y salvo al príncipe del norte, que la espera en su barco…

Y cuando llegan al puerto, ven fondeado el drakkar, y Esteban abraza a Blanca mientras le dice:

-Vete. Porque si ese barco zarpa y no estás con él lo lamentarás. Tal vez no ahora, tal vez no hoy ni mañana. Pero sí más tarde, y para toda la vida…
Guardaré tu reino para ti, por si alguna vez quieres volver.

Y mientras la embarcación se aleja, canta Blanca tan bello cantar, que consigue que todos los peces de la mar asomen sus plateadas cabezas para escucharla y que la escolten hacia su destino.

Y van volviendo las tropas hacia Navarra, y Esteban al frente de ellas. Y lo primero que hace al llegar al reino es ordenar la detención de todos los que le propusieron encerrar a Blanca, el rijoso obispo de Estella incluido, porque si hay algo que el capitán no soporta es a los cansos. Y cree con mucha razón que una buena temporada en las mazmorras de los castillos más alejados de cualquier camino, aplacarán sus desvaríos.

Y cuando queda al fin solo, saca de la alacena el licor de enebro, lo mezcla muy bien mezclado con el remedio antifiebres del barón Von Schweppes, y sube a la terraza del castillo, donde recoge del borde de una almena un poco de nieve recién caída y la vierte en el vaso.

De las lejanas tierras donde quedó Blanca se ha traído unas hierbas que los vikingos llamaban tabaco, y que ellos a su vez habían traído de otras lejanas tierras más allá del mar, donde sus habitantes tienen la costumbre de darles fuego para así poder inhalar sus vapores. Mientras duró el asalto a aquel reino helado se aficionó, y ahora no lo puede dejar.

Y cuando se pone el sol tiñendo de rojo las crestas de Goñi, un par de lágrimas caen también dentro del vaso, mezclándose estupendamente con el resto de ingredientes, pues su sabor salado le hace recordar el de la piel de Blanca.

Y el viento hace ondular las copas de los árboles y silbar a las ramas de acebo. Y ululan las rapaces, y repiquetea el río allá abajo…

© Mikel Zuza Viniegra, 2010

sábado, 19 de junio de 2010

LA DIVA



El pasado 13 de mayo escribí una historia en la que imaginaba que el infante Teobaldico no sólo no había muerto en 1272 al caerse desde la torre más alta del castillo de Estella, sino que habiéndose convertido en rey de Navarra con el nombre de Teobaldo III, y habiendo contraído matrimonio con su prometida, Violante de Castilla, habían tenido un hijo –por supuesto también llamado Teobaldo- en cuya sangre se unían las de los dos mejores poetas de toda la Edad Media, pues sus abuelos eran don Teobaldo I de Champaña, y don Alfonso X de Castilla, que fueron sin duda los más grandes trovadores de su tiempo.

Mas ¿qué hubiera ocurrido si en lugar de un niño les hubiera nacido una niña…?

Se ha negado en redondo la reina Violante a que su hija primogénita lleve el nombre de “Teobalda”, como proponía su marido, así que consultadas las crónicas, ambos esposos han acabado llegando al acuerdo de que lleve el nombre de Blanca, que era el mismo de la bisabuela que engendró al primer Teobaldo, y también el de muchas otras princesas de la Casa Real de Navarra.

Y va creciendo Blanca en belleza y sabiduría, hasta el punto de eclipsar la fama de Cleopatra, que dicen reinó entre los egipcios hace más de mil años. Y de todos los reinos de la cristiandad van llegando ofertas de matrimonio para esa infanta que cuentan escribe y canta los poemas más hermosos que los hombres hayan conocido desde el tiempo de los griegos. Y a fe que el reino entero se paraliza cuando ella sale a la terraza del palacio de Tiebas y su canto va cobrando progresiva armonía, hasta que todas las campanas de Navarra, y todas las aves que por su cielo aletean y en sus árboles anidan, acompañan con sus repiques y con sus trinos la destreza melódica de su futura señora.

Y en una de esas ocasiones, mientras los príncipes Fernando de Castilla y Jaime de Aragón están cazando cada uno de ellos en su propio reino, pero justo en la frontera de Navarra, allá cerca de la hermosa ciudad de Tarazona, oyen esa singular algarabía y caen inmediatamente rendidos ante aquella encantadora maraña de sonidos que ha de ser parecida a la que entona el coro de los Serafines en el Séptimo Cielo.

Y ambos piensan que la princesa cantante ha de ser suya o de ningún otro. Y ordenan la formación de sendas huestes que les permitan llevar a cabo su propósito. Y cuando los dos ejércitos se encuentran el uno frente al otro en los campos de Corella, se acometen con tal saña al grito de ¡Blanca o la Muerte!, que en pocas horas el estandarte de los castillos y los leones y el de las barras de sangre, yacen derribados por el suelo, rodeados de miles de muertos y de los dos príncipes, yertos bajo sus coronas de oro.

Y justo en ese preciso momento, siempre previsto por la princesa de Navarra, su cántico hechicero se torna grito de guerra e irrintzi salvaje, que hace salir hasta de debajo de las piedras a los soldados navarros que no hace tanto tiempo asombraron con sus proezas toda la Tierra Santa. Y al frente de ellos va Blanca con su negra cabellera al viento y su armadura de plata que destella al sol. Y cuando permanece callada ante sus tropas impresiona aún más que cuando canta...

Y con ese idioma que ella domina, y que entienden los pájaros silbantes y los lobos aulladores, ordena el avance sobre los desguarnecidos reinos de Castilla y Aragón, que ya no tienen príncipe que los defienda, y muy pronto la frontera de Navarra vuelve a ser aquella en la que no había nadie más enfrente que los sarracenos que siguen los dictados de Mahoma. Y hierve la sangre belicosa de los Sanchos y los Garcías en el corazón de Blanca, que ya sueña con seguir la misma táctica contra el rey de los franceses y también contra el de la Inglaterra, y aún contra el Papa de Roma que se cree protegido por su voto de castidad…

Y jura ante la tumba repujada y dorada de su abuelo, el rey poeta Teobaldo I, que no han de cesar sus campañas hasta que el mismo emperador romano de Constantinopla le ruegue de rodillas que se case con él. Y tal pensamiento la alegra sobremanera, de tal suerte que su cadenciosa voz vuelve a elevarse sobre las nubes de incienso que se extienden por el templo, haciendo que todos los que la escuchan estén dispuestos a dar su vida y su hacienda por ella, como dicen que juraron los soldados que siguieron al príncipe Alejandro de Grecia en su conquista del Oriente…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 18 de junio de 2010

NO SÉ QUÉ TIENE PAMPLONA...



28 de enero de 1479.

Hace apenas una semana que el rey ha muerto, y ella no quiere esperar ni un día más para ceñir la corona con la que lleva soñando desde que tiene memoria. Sus hermanos murieron o tuvieron que ser ayudados a morir, eso ya no importa; lo que importa es que el viejo por fin está pudriéndose bajo tierra y que ya no podrá cuestionarle la posesión de Navarra nunca más…

Y no perderá el tiempo viajando hasta la capital del reino para cumplir unos estúpidos mandatos compilados hace más de dos siglos. No. Será alzada, ungida y coronada en Tudela, el mismo lugar donde le fue comunicado el tránsito paterno. Ya habrá tiempo de extender su poder al resto de ciudades y villas, incluso a las que, como Pamplona, no obedecen más ley que la que impone el aborrecido conde de Lerín...

Ha tenido que transigir, es cierto, con que la ceremonia sea oficiada por el deán de la catedral iruñesa, otro notorio beamontés. Pero será él quien tenga que besarle la mano esta vez. Hasta el último momento, y de forma harto impertinente, ha insistido en la obligación de celebrar la coronación en Santa María de Pamplona, y por eso ella puede advertir el odio en su mirada mientras recorre el pasillo central de la nave entre los vítores de la multitud. Sabe perfectamente que aquel esbirro hubiera preferido mil veces coronar a su medio hermano Fernando de Aragón, pero si ha podido aguantar cincuenta y cuatro años de sinsabores para ver colmada su ambición, no se rendirá ahora ante un cura asilvestrado.

El ritual está a punto de finalizar y el deán ha tenido que poner la diadema en su cabeza mientras ella le sonreía sarcástica. Ya ha sido elevada sobre el pavés y se ha cantado solemnemente el Tedeum. En cuanto concluya la misa podrá empezar a gobernar sin cortapisa alguna…

Desde su sitial de honor puede ver al oficiante preparar la comunión, y por eso repara en que ha apartado una oblea del montón y la ha mojado en el cáliz del que, está bien segura, él no ha bebido…
Con la hostia alzada se dirige hacia ella. Pero cuando la tiene delante no le dice “Corpus Christi”, sino: “Debisteis obedecer el Fuero y coronaros en Pamplona, Leonor”.

La concurrencia empieza a murmurar porque la recién jurada reina no abre su boca para comulgar. Ahora sí, y en voz muy alta para que se le oiga bien, el deán exclama: “Corpus Christi”, mientras ella se mantiene indecisa ante los airados gestos del chambelán y de los demás servidores que le suplican que deje de comportarse como una cismática y una hereje.

Por fin el miedo o la vergüenza le hacen abrir la boca y tragar el pan ácimo que, al atravesar su garganta, va dejando un extraño regusto a almendras amargas...

No puede ver el rostro del deán, que vuelve hacia el altar con una mueca de satisfacción que sí advierten el conde de Lerín y el embajador castellano, que han seguido juntos la ceremonia en el primer escaño de la catedral.

Desde el día de su coronación la reina no goza de buena salud. Los físicos lo achacan a su avanzada edad y a la debilidad intrínseca de la condición femenina, demostrada por su manía de negarse a permitir que le quiten la corona. Al morir, tan sólo 15 días después, la tiene tan aferrada en sus manos que dos soldados de la guardia han de romperle varios de sus dedos para arrebatársela…

Cuando la noticia llega a Pamplona, corre el deán a arrodillarse ante la imagen plateada de Santa María. Pero aunque el cabildo cree que reza, tan sólo repite una y otra vez la segunda capítula del Fuero General:

“Todo rey de Navarra se debe levantar en Sancta María de Pamplona, segunt han fecho otros ya muchas vezes…”


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

lunes, 14 de junio de 2010

EL PUEBLO SIEMPRE TIENE RAZÓN



7 de agosto de 1357.

No termina de creérselo: él, que ha combatido con éxito a los ejércitos del rey de Francia, que se las ha visto con los mercenarios ingleses que infestan la Normandía, y que ha ordenado sin miramiento alguno acabar con las vidas de fatuos aragoneses, está ahora rodeado por un centenar de hombres que no llevan en sus manos espadas con pomo y arriaces de plata, ni sobre sus cuerpos armaduras de Milán, sino hoces en sus manos derechas y zoquetas en sus izquierdas, porque no son caballeros, ni siquiera escuderos o al menos hidalgos. No: son simples labradores hartos de los elevadísimos impuestos que deben pagar para mantener las campañas guerreras del rey Carlos.

Docenas de veces han intentado explicárselo a su hermano, el infante Luis, que tiene predilección por esta villa de Falces, pero siempre les ha respondido altivamente:

-No es obligación de la señoría de Navarra dar explicaciones sobre en qué emplea sus recursos. Si la cosecha ha sido mala este año, rogad a Dios que la próxima sea mejor, pero pagad al recibidor hasta la última libra que os corresponda, si estimáis en algo vuestras vidas o vuestras haciendas…

Y ahora lo tienen allí, acorralado ante la puerta de un pajar, con sólo tres hombres de armas asustados que aún se interponen entre él y la sed de justicia de todo un pueblo.

-¡Respetad el emblema del rey, sucia chusma! –Grita desencajado el álferez real-, y en el mismo momento siente cómo le arrebatan el estandarte decorado por el carbunclo pomelado y las flores de lis, y ve cómo lo pisotean en el suelo.

-¡Ahora no parecéis tan valiente, señor infante Luis! –Exclama Pedro Beltran, alcalde de la villa-. Nos habéis exprimido todos estos años hasta hacernos sudar sangre, ya es hora de que nos la cobremos en vuestra persona…

Y al duro sol de agosto destellan las afiladas hoces mientras siegan los cuellos de los guardias del príncipe, que queda completamente solo frente a la multitud.
-¡Más os vale que me matéis, porque si no os juro que no quedará piedra sobre piedra de este lugar! –Grita Luis-, aunque nadie le escucha mientras comienzan entre burlas a arrancarle la coraza y la malla, hasta dejarle en calzones.

-Sin tanto metal encima sois exactamente igual a nosotros, señor infante. Tan sólo vuestras manos tan pulidas y sin callos os delatan. Aunque poseéis también la piel pálida de los que no tienen que pasar la jornada al sol, labrando los campos para alimentar a parásitos como vos o vuestro hermano. ¿Podéis imaginar acaso el dolor de que vuestra familia no tenga nada para comer ni hoy ni mañana? ¿Habéis enterrado a algún hijo con vuestras propias manos? No. Por supuesto que no, a los de vuestra clase os basta con ordenar, nunca os paráis a pensar en las consecuencias de vuestras decisiones. Pues ahora vais a tener por fin motivos de reflexión…

Y dibuja el alcalde con su hoz un corte profundo en el brazo derecho de don Luis, y lo mismo hace su hermano Martín Beltrán en el izquierdo, y su yerno Lope García en el muslo, y muchos otros famélicos falcesinos van haciendo igual hasta que muy pronto el infante parece un Ecce Homo, y comienza a tambalearse por la pérdida de sangre que profusamente mana de sus heridas…

Mas de repente, tras la cortina roja que le nubla los ojos, ve aparecer un jinete blandiendo la espada a diestro y siniestro que consigue hacer huir a quienes le rodean. Grita:

-¡Por Dios, alteza, subid al caballo o vos y yo moriremos hoy aquí!
Y con las últimas fuerzas que le quedan consigue saltar a la grupa mientras su salvador pica espuelas y cercena de un tajo la cabeza de un rebelde que les sale al paso.

Falces y la muerte van quedando atrás al galope del caballo guiado por Martín de Laguardia, que lleva al infante a lugar donde pueda sentirse a salvo. Pero antes de que los físicos curen sus heridas, manda don Luis que salgan mensajeros “apresuradament” hacia la Ribera, hacia Estella, hacia Pamplona, hacia Echarri-Aranaz, y también hacia Lizarazu y Zozaya, para que recluten hombres de armas, y ordena así mismo a los alcaldes de los cercanos lugares de Milagro y de San Adrián que apresen a todos los falcesinos que pasen por sus pueblos, pues sabe que la cercanía de la frontera castellana animará a muchos de aquellos traidores a escapar.

Algunas de las heridas recién cosidas vuelven a abrirse de pura rabia cuando le cuentan que el alcalde y su familia han conseguido huir, pero está presente cuando se ejecuta a los que se ha conseguido detener, y mira a los ojos a cada uno de los que van a ser ahorcados, y sonríe cuando sus pies cuelgan en el vacío.

Una semana después ordena a sus oficiales confiscar todos los bienes de los rebeldes hasta que queden reducidas las familias de los alborotadores a la miseria más absoluta, e incrementado el patrimonio regio en justa compensación por haberse atrevido a verter la sangre real…

En los veinte años que todavía vivirá don Luis, incluso a la hora de su muerte mientras intenta conquistar Albania, nunca dejará de ver la cara de Pedro Beltrán en el rostro de cualquier hombre libre que no se avenga a cumplir sus órdenes sin rechistar, y rabiará siempre por no haber podido matar con sus propias manos a quien comandó el único atentado de carácter popular contra la familia real navarra que registra la Historia…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 11 de junio de 2010

NO MIRES ATRÁS



Apenas hace unas horas que les arengó a resistir, y ahora su caballo lleva cubiertas las patas para que el golpeteo de sus cascos no delate su huida. Sabía que la Navarrería estaba condenada cuando les animó a mantenerse en sus atalayas y empuñar sus sardes y sus hoces contra las espadas y las lanzas bien afiladas del ejército francés que hace un mes les tiene sitiados. A los más dudosos les convenció diciéndoles otra mentira: que las tropas castellanas estaban en camino…

Otros le acompañan en esta traición que se va consumando cuanto más se acercan al puente de la Magdalena, que se halla sin guarnición por la desorbitada recompensa pagada a Gastón de Bearne para que esa noche mire para otro lado.

Pero García Almoravid, que casi fue gobernador general, y que de haber jugado bien sus cartas hubiera podido llegar a ser incluso rey de Navarra, prefiere mirar a su espalda, donde un funesto silencio anuncia la muerte que mañana mismo alcanzará a todos los ciudadanos que le habían seguido en su rebelión contra el protectorado francés del gobernador Beaumarchais.

Si creyera en la otra vida, esa de la que los curas siempre están hablando, pensaría que por este abandono tendrá asegurado un infierno eterno. Pero sólo cree en el momento que a cada uno le toca vivir, y en que conviene alargarlo cuanto más se pueda. De nada serviría morir junto a los villanos que le acompañaron en su locura. Al fin y al cabo sólo son escoria: labradores y sirvientas, mientras que él es uno de los ricoshombres del reino…

-“Un cargo de honor, cuyo desempeño supone una responsabilidad con los más débiles y necesitados. Si alguien que se dice noble abandona ese sagrado ideal, más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y lanzarse al río, porque su persona valdrá menos que las ratas que infestan los graneros vacíos del rey…” –le parece estar oyendo a su padre que una y otra vez le repetía esas palabras para que entendiera que un caballero no puede traspasar ciertos límites.

Pero en algún lugar del camino olvidó esos consejos, y mañana cientos, miles quizá, van a morir mientras él, un noble caballero, corre a esconderse hacia el norte.

El rubor de la vergüenza cubre su rostro mientras lo piensa y entonces, tras las almenas de la última torre que da sobre el Runa, contempla claramente a pesar de la oscuridad de la noche a Jimena de Subiza, su amante, que ha preferido quedarse dentro de la ciudad que cometer junto a García semejante bellaquería.

De nada sirvió que éste le rogara que le acompañase para empezar juntos una nueva vida lejos de aquel rincón hediondo de la Navarrería. Al contrario, sólo consiguió que le despidiese con las mismas frases que le decía su padre. Y voto a Dios, que si le hubiese marcado también el rostro con el hierro al rojo de los traidores, no le hubieran dolido más sus palabras...

Y eso que no escatimó detalles al narrar los peligros a los que se expondrían quienes en ese momento dormían pensando que García velaba por ellos: la soldadesca francesa lleva un mes sin cobrar su paga, sus jefes les permitirán llevar a cabo todo tipo de rapiñas y crímenes. Y sabe que hay orden de no dejar a nadie con vida, aunque las mujeres primero serán forzadas delante de sus propios maridos y sus hijos.

Mas a cada barbarie que García le anuncia, no sale de la boca de Jimena otra respuesta que la que el caballero tan bien conoce:

-“Si alguien que se dice noble abandona ese sagrado ideal, más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y lanzarse al río, porque su persona valdrá menos que las ratas que infestan los graneros vacíos del rey…”

Y ahora él está allí a punto de dejar a todos atrás, y ella allá arriba, haciendo patente su traición, aún sin decir una sola palabra…

Y pide la ballesta a Gonzalo Ibañez de Baztán, otro de los que ha preferido la vida al honor, y apunta con ella a Jimena:

-No acabarás entre las piernas de un soldado borracho. Tú no. Puedo llevar también tu vida sobre lo que reste de mi conciencia –piensa mientras acciona la nuez del arma y el dardo sale disparado hacia Jimena, que se desploma hacia atrás y desaparece de la vista de García.

-Sí. Todos nosotros somos peores que las ratas –masculla mientras devuelve la ballesta a su dueño-. Pero mañana veremos amanecer un día más…



La madrugada del día de San Miguel del año 1276, salieron por el camino de los peregrinos de Pamplona García Almoravid, Gonzalo Ibañez de Baztán, Juan González de Baztán, Simón de Oharriz, Miguel Garcés de Oharriz, García Periz de Lizoain, Pedro Jimenez de Zabalza, Simón Pérez de Opacua, Eneco Gil de Urdaniz, Sancho Iñiguez de Urdaniz, Gonzalo de Arbizu, Juan de Armendariz y Juan Sánchez “el vizcaino”.
Todos ellos incluyeron de este modo su nombre en la Historia Universal de la Infamia.

Por la mañana, mientras los abandonados vecinos de la Navarrería intentaban negociar una rendición, las tropas francesas al mando del condestable Imbert de Beaujeu asaltaron el barrio a sangre y fuego. Anelier lo contó:

“En la catedral podríais encontrar todo el tesoro de la ciudad, lo mejor y más querido. Allí veríais a los soldados correr por todas partes. Aquí veríais abrir y destrozar féretros, y esparcir cerebros y despedazar cabezas, y forzar a señoras y doncellas, y robar la corona del Santo Crucifijo, y coger y ocultar las lámparas de plata, y abrir las arcas y robar las reliquias, los cálices, las cruces y los altares. Veríais tomar muchas ropas y despojar a las mujeres. Como los traidores no podían encontrar lugar donde esconderse, eran apresados y llevados a empalar, conduciéndolos hasta los burgos atados con sogas al cuello...”

La Navarrería quedó destruida hasta los cimientos, y no volvió a poblarse hasta 50 años después. La catedral estuvo cerrada 30 años.

García Almoravid fue finalmente apresado y llevado a Toulouse, donde murió en las mazmorras del rey Felipe de Francia. Nunca más volvió a Navarra.


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

jueves, 10 de junio de 2010

DIOS TE LIBRE DE VENGANZA DE MUJER NAVARRA...



Otra primavera más acaba de comenzar, pero ninguna ha sido buena para ella desde que salió de Navarra hace ya más de ocho años…

Está ya harta de la yerta tranquilidad del Anjou, de los revoltosos nobles de Poitiers, pero sobre todo está harta de su marido, ese Corazón de León cuyo desamor la obliga a peregrinar de ciudad en ciudad entre los maledicentes comentarios de todos aquellos que la ven pasar.

Él jamás la quiso, y a ella se le vino abajo muy pronto el ideal de caballero del que su casamentera suegra Leonor tanto le había hablado...

Comprendió pronto que no podía rivalizar con la única amante que Ricardo estimaba de verdad: su espada siempre sedienta de sangre. La hacían reír los rumores de que el rey prefería la compañía de los hombres. No era a los hombres a quienes perseguía, sino a los soldados. En realidad a cualquiera que pudiese contarle una “hazaña” sobre sitios a ciudadelas inexpugnables, brazos cortados por hachas afiladas o cuellos cercenados por dagas florentinas. Nada le sacaba de su abulia de constantes borracheras si no iba envuelto en cota de malla y apestaba a vísceras recién arrancadas.

Como todos los exaltados, también tenía momentos de arrepentimiento, en los que componía bellas canciones de amor y perdón, pero en cuanto oía la trompeta del heraldo llamando a la guerra, volvía su anhelo de destripar a todo aquel que no obedeciese sus extravagantes órdenes como un perro bien domado.

Y ella no lo aguanta más. Su leyenda le ahoga, aunque ya apenas se vean, aunque sólo sepa de él de vez en cuando, y siempre por algún hecho violento o alguna correría infame a la búsqueda de más oro con el que financiar sus campañas militares.

Basta ya. Ha llegado la hora de romper el vínculo que desgraciadamente les une desde que aquel obispo les casó en Chipre…

Y hace entonces llamar a su fiel aya Goizeder, que la acompaña desde niña, y juntas preparan todo lo necesario para que Berenguela vuelva a ser libre: una pequeña figura hecha con arcilla arrancada de las cuevas del pueblo natal de la sirvienta, el misterioso Zugarramurdi, en la que la reina pinta con oro los tres leopardos de Inglaterra, y en cuya cabeza incrusta con saña un mechón pelirrojo que el bobo de su marido se dejó cortar creyendo que su esposa, como el resto del mundo, también le idolatraba…

Y de la bolsa que pende de su cinturón, saca Berenguela un estilete tan afilado como las espinas de las rosas que crecen en Tafalla, y tras una impía plegaria que ambas mujeres repiten tres veces: "Chalús, Chalús, Chalús...", lo hunde en el cuello del muñeco, que se dobla y contrae como si hubiese podido sentir el dolor…

-Amaia da hasiera! -grita la criada.

Sí, la reina también lo cree así: el fin de Ricardo será el principio de su nueva vida, en la que por fin podrá hacer lo que quiera, cuando quiera y con quien quiera…

Y no pasan ni siete días, cuando un mensajero entra a uña de caballo en el palacio donde reside Berenguela y le anuncia que el rey fue herido en el cuello por una saeta que nadie pudo ver de dónde salió, mientras sitiaba el castillo de Chalús el pasado 25 de marzo, y que su cadáver reposará en la abadía de Fontevraud.

Y cuando la viuda se refugia entre sollozos en el pecho de Goizeder, todos creen que es por la pena que la funesta noticia le ha causado, y la compadecen y lloran con ella, pero lo cierto es que no hay lágrimas en sus ojos, sino esperanza de una vida totalmente nueva.

Amaia da hasiera…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

martes, 8 de junio de 2010

GRACIAS POR EL RUIDO DE FONDO



La invasión castellana de las tropas de Enrique II es inminente, y los oficiales del rey de Navarra tienen orden de acaparar todos los metales que puedan servir para forjar las bombardas, las culebrinas y las balas de cañón que han de matar a los enemigos.

Hasta en la aldea más mísera han de entregar las herraduras de sus caballerías, los aros que sujetan las tablas que forman las barricas, las llaves que abren las puertas y las rejas de los arados con los que trabajan la tierra.

Ni siquiera la Iglesia se libra esta vez, pues es el riesgo muy grande, y han de desprenderse las parroquias de todas las lámparas menos de las que alumbran el sagrario, de las espadas y cascos ofrecidos por antiguos caballeros como ofrenda, y que ahora empuñarán y vestirán manos y cabezas nuevas, bien dispuestas a la defensa del reino. Pero sobre todo han de quedar mudos muchos templos, pues el decreto de Carlos II exige que se desprendan también de las campanas que no sean estrictamente necesarias para avisar a cada pueblo de la cercanía del peligro.

Van bajándolas los soldados de las torres en un último vuelo tan silencioso y triste como el de los cuervos, y alguna de ellas resuena al golpear el suelo, como si supieran que nunca más llamarán a los vecinos a que acudan a acristianar un niño, a felicitar a unos novios o a llorar con una viuda. Quedan los ventanales que antes enseñoreaban, tan vacíos y huecos como la dentadura de un viejo.

También Lanzarot de Agorreta, recibidor del valle de Esteribar, cumple su misión con celo. Sabe que su soberano no es hombre comprensivo con los holgazanes, y además ha visto con sus propios ojos los febriles preparativos guerreros en la ciudad de Pamplona. Esta vez la cosa va en serio, y él pondrá todo de su parte para llevar a la capital hasta el último dedal, la moneda más pequeña, el almirez más humilde. Cualquier cosa susceptible de convertirse en metralla que triture los pechos de los invasores.

Sólo le queda ya Zabaldika para terminar su labor. Sigue los mismos pasos que en los demás pueblos, y tras anunciar en la plaza la fuerte necesidad que padece el reino, muy pronto sus hombres tienen llenos varios sacos que, con mucha dificultad, van cargando en los carros.

No hay ya más que pasar por la iglesia y recoger lo que allí sea menester para cumplir la voluntad regia. Golpea la puerta con el pomo de su espada, pues no hay llamador con que hacerlo. Quedan, eso sí, sus huellas en la puerta, igual que las de las bisagras y los clavos que la adornaban, que probablemente ya fueron rapiñados en alguna otra alarma de incursión extranjera. Sea o no por eso, el caso es que las dos hojas de madera caen con estrepito sobre el suelo de la nave, levantando una gran polvareda.

Cuando ésta se disipa, puede don Lanzarot contemplar colocada sobre el altar, una campana totalmente nueva, brillante, recién fundida sin duda alguna, pues lleva grabada en su copa la fecha del año en curso: 1377. A su lado hay una talla del protomártir San Esteban, que parece vigilarla para que nadie se atreva a llevársela. El santo tiene su mano izquierda sobre el yugo de madera de la campana, y en la derecha sostiene las piedras con las que fue lapidado. Parece mirar al oficial del rey con rostro severo...

Es cierto que ha descolgado ya las campanas de muchas iglesias, pero jamás se ha visto en la necesidad de arrebatarlas de la propia mano de un apóstol de Nuestro Señor, así que comienza a sentir miedo de que su obediencia al rey vaya a suponerle que, en el infierno que tienen siempre asegurado quienes despojan los templos, unos demonios muy duchos en el arte de la herrería se complazcan en llenarle el buche de bronce fundido por toda la eternidad…

Y ese calor imaginado de la fragua puesta al rojo, comienza a hacerle sudar gruesos goterones que se deslizan por su rostro hasta perderse bajo la gorguera, y hasta juraría que San Esteban está a punto de lanzar sobre él las mismas piedras con que le asesinaron, pues parece mirarle cada vez con más cara de enfado…

Así que vuelve sobre sus pasos e indica a los soldados que allí dentro no hay nada que pueda servirles, y al subir a su caballo no puede evitar santiguarse varias veces seguidas, como queriendo espantar sus temores.

Y cuando desde la desdentada torre ve alejarse fray Martin de Iroz a la comitiva, agradece a Dios su ocurrencia de haber puesto a San Esteban como guardián de la única campana que les quedaba en el pueblo.

Y justo esa misma campana, 633 años después, es hoy la más antigua de Navarra, habiendo sobrevivido a otras hermanas suyas más lujosas o de sonido más puro. Mas sólo ella puede enorgullecerse, no únicamente de no haber sido transformada en munición mensajera de muerte, sino también de seguir alejando con su repiqueteo sagrado todos los males que puedan acechar la bella población de Zabaldika.


© Mikel Zuza Viniegra, 2010

viernes, 4 de junio de 2010

SEÑORA DE MONREAL




Año del Señor 1185.

-Señora del castillo de Monreal, nada menos…

Uno de los más fuertes del reino, pues controla el camino que viene de Aragón y forma parte del sistema de defensa que su padre se ha encargado de modernizar, harto de tener que refugiarse en la agreste fortaleza de Leguin cada vez que al rey de Castilla le da por invadir Navarra.

-Allí al fondo, detrás de aquella montaña donde ahora mismo están construyendo la basílica de San Miguel, está Leguin –piensa la princesa Berenguela mientras se apoya en las almenas que coronan el torreón-. Todas las noches los centinelas encienden la almenara en la cresta de Izaga para indicar al alcaide de Monreal que todo está tranquilo, y para que éste a su vez prenda la suya para que sea vista en Yarnoz, y la de allí en Otano, y ésta en Noain, y finalmente en su palacio de Navarrería, el viejo rey Sancho pueda dormir tranquilo sabiendo que sus dominios están a salvo y en paz.

Ella misma, gracias al artefacto creado a tal efecto por su maestro de ingenios don Manuel de Sagastibelza, la ha encendido muchas veces sin peligro desde que el rey le concedió la lugartenencia de Monreal, buscando tanto igualar su categoría a la de su prometido, Ricardo, conde de Poitiers, como impedir que éste, famoso por sus calaveradas, intentase raptarla en Pamplona para adelantar el matrimonio y mortificar de esa manera al rey de Francia, Felipe Augusto, que quería que el conde cumpliese la palabra de casamiento dada hace tanto tiempo a su hermana Aelis.

Pero Ricardo, al que por su extraordinario arrojo todos conocen ya como “Corazón de León”, no tiene ojos más que para Berenguela desde que la vio bañarse en el embravecido mar que bordea las costas aquitanas, donde a bordo del buque “Unicornio de Betelu”, había ido a representar a la corona navarra. Mas no se dio entonces a conocer, pues venía de sofocar la revuelta de unos villanos, y no la quiso impresionar con sus ropas llenas de sangre.

Berenguela sabe todo esto. Que Ricardo la ama y que su padre la ha apartado de la capital para evitar tentaciones al heredero inglés. Incluso ha dado orden a la guarnición del castillo de Monreal de no dejar pasar a nadie cuyo idioma y porte delate que viene de más allá de Roncesvalles.

Pero la hija de un rey sabio, necesariamente ha de haber heredado tan notable cualidad, y por tanto ha mantenido secretamente el contacto con su enamorado a través de inflamadas cartas llenas de versos que el ilustrado príncipe le hace llegar por los medios más insospechados. Sin embargo hoy espera algo más que poemas, pues Ricardo le ha prometido en su último mensaje que uno de sus amigos más queridos, el trovador Blondel de Nesle, ha partido ya y viaja hacia Monreal para hacerle entrega de un retrato suyo, para que nunca le olvide, igual que él no olvida cuando la vio salir del mar.

Y eso es lo que mantiene preocupada a la princesa, pues el enviado no ha de poder pasar el puente levadizo. Así que a medias con el siempre leal Sagastibelza, ha ideado un sistema de poleas para que el mensajero sea alzado en un cesto atado por una fuerte maroma hasta las habitaciones de Berenguela, que en previsión de tan singular visita se han trasladado a la torre que da cara al pueblo, que por estar situado en lo más fuerte de la peña, no necesita vigilancia alguna.

Y brinca su corazón cuando ve llegar por el camino de Pamplona a un gentil mozo con un laud a su espalda que, atendiendo a las instrucciones enviadas por la princesa, rodea el monte donde se asienta el castillo, entra en la villa, y rápidamente asciende hasta la iglesia, en cuya trasera le está esperando ya don Manuel para ayudarle a meterse en el cesto. Y no muestra el inglés miedo a la aventura, pues explica al ingeniero que por culpa de Ricardo, ya ha perdido la cuenta de las veces en que ha puesto su vida en juego. No obstante, ha de cumplir estrictamente las órdenes del príncipe, así que antes de subir a los cielos, cual profeta Elías en su carro de fuego, afina su laud y canta la contraseña convenida entre ambos futuros esposos. Una canción compuesta por Ricardo que dice así:

-“Jamais un homme prisonnier ne pourra s’exprimer delicatement, sinon tristement; mais, avec vehemence, il peut ecrire une chanson…”

Y como Berenguela ya advirtió a su prometido que no es Navarra tierra de muchos poetas y además Miguel de Zuazu, que era el más inspirado de todos, partió a Jerusalén hace unos meses en pos de una princesa armenia de cuya belleza quedó prendado al oir hablar sobre ella a un peregrino recién retornado, ha tenido la pobre que echar mano de un humilde juglar que pasaba por Monreal, el cual, a indicación de la princesa responde con una tonada escogida para la ocasión por ella misma:

-“Si te quieres casar con las chicas de aquí, te tendrás que venir a Pamplona a vivir, a Pamplona a vivir te tendrás que venir, si te quieres casar con las chicas de aquí…”

Y hechas las presentaciones musicales, comienza maese Sagastibelza a tirar de la soga, y en un periquete se planta don Blondel ante Berenguela, a la que reverencia y besa la mano con esa elegancia y misterio extranjero que tanto subyuga a las mujeres navarras. Y le habla de Ricardo, de sus batallas y de sus gustos, y finalmente extrae de su escarcela un objeto cubierto por fino terciopelo que, al descubrirlo, muestra, según lo que dice el trovador, la vera efigie del conde de Poitiers, retratado un día de mucho sol en sus tierras, y por eso lleva un gorro muy parecido al que suelen utilizar los judíos cuando se sientan a la puerta de sus comercios a tomar el fresco al final de la jornada. Más el cetro que lleva en su mano izquierda delata al futuro monarca, que parece muy apuesto con esa barba tan bien cuidada…

Y dice el volador mensajero que este esmalte dorado es sólo una réplica del verdadero, pues cuando los destinos de Ricardo y Berenguela se unan definitivamente, llegará a Pamplona un retablo entero que maravillará por los siglos de los siglos a quienes lo contemplen, y que esta figura del príncipe que trae ahora para solaz de la infanta, aparece allí también representada, para que nunca se olvide en Navarra que una de sus princesas está casada con el que será el rey más grande de toda la cristiandad.

Y aún trae otro regalo consigo don Blondel, pues ciñe al brazo de Berenguela un galón de pasamanería decorado con muchas cruces de oro y plata que le ha entregado a tal fin la reina doña Leonor de Aquitania, mientras le explica que esa prenda es atributo exclusivo de la dinastía Plantagenet, a la que muy pronto honrará con su inteligencia y belleza.

Y cuando el trovador por fin abandona Monreal, lleva consigo la palabra escrita y jurada por la propia Berenguela de que en cuanto Ricardo se lo pida, ella acudirá a sus brazos. Y como ya se ha echado la noche encima, llega Blondel a la torre de Yarnoz, donde los centinelas se muestran sorprendidos porque el fuego que esta vez flamea en lo alto del castillo de Monreal tiene forma de corazón, y piensa entonces el inglés, no sin razón, que es mucha la habilidad del señor de Sagastibelza, y mucho más todavía el amor de doña Berenguela…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010