miércoles, 19 de mayo de 2010

CRÓNICAS FLORENTINAS I: EL AMOR PERDIDO DEL PRÍNCIPE DE VIANA



1456, año de desgracia (¿y cuál no lo fue a partir de la muerte de su madre?) para el príncipe de Viana, pues exhaustos sus partidarios beamonteses tras tantos años de guerra civil, y ante el temor a caer de nuevo prisionero de su padre, tomó el camino del exilio sin imaginar que nunca más volvería a ver Navarra.

Intentó recabar, sin éxito, apoyos para su causa en la corte francesa y en todas y cada una de las señorías italianas por las que pasó de camino a Nápoles, donde reinaba su tío Alfonso. A los sinsabores del forzado destierro, sumaba Carlos la amargura de verse separado de María de Armendariz, dama de la que anduvo enamorado quizás incluso durante su matrimonio con Agnes de Kleves, de la que había enviudado en 1448.

Así que con esa melancolía de quienes están lejos de su amor verdadero, y ante el temor de no volver a verla más, pidió a la señoría de Florencia, donde en ese momento se encontraba, que se le indicase el nombre de un maestro pintor que pudiera ayudarle con su arte a remediar el olvido. La ciudad bullía entonces de artistas excelentes, pero todos los regidores estuvieron de acuerdo en que sólo el buen Paolo di Dono, conocido como Paolo Uccello, sería capaz de remediar la nostalgia del príncipe con el primor de sus pinceles.

Y con un pliego de recomendación del que pendía el resplandeciente sello del gonfaloniere Cosme de Medici, acudió Carlos a la casa del autor del que tanto y tan bien le habían hablado.

Hechas las presentaciones, y leído el memorial, no se mostró el maestro muy propicio al encargo, pues hacía ya tiempo que todo su anhelo estaba puesto únicamente en las escenas de batalla, donde la amplitud del campo le permitía experimentar la muy difícil técnica de la perspectiva.

-“Oh che dolce cosa è questa prospectiva!”, -le oían decir a todas horas quienes le visitaban en su taller. Y hasta tal punto llegó su obsesión paisajística, que los florentinos comenzaron a llamarle “Uccello”, “Pájaro”, pues muchas de sus obras talmente parecían pintadas como si al artista le hubieran brotado alas, y pudiera contemplar todos los secretos terrestres desde las alturas.

Mas no se amilanó el príncipe con la respuesta negativa, sino que viendo cuál era el interés de don Paolo, le propuso que le pintase el retrato de doña María, a cambio de que él le contara los pormenores de la batalla de Aybar, donde casi derrotó a su padre el traicionero rey Juan. Y ciertamente, no es que le faltaran batallas donde inspirarse a maese Uccello, pues Florencia llevaba en guerra con el resto de ciudades de la Toscana o con el Papa desde tiempo inmemorial, pero aquel enfrentamiento entre padre e hijo que su visitante le contaba, parecía sacado de uno de los libros de Dante o de Petrarca, y las desdichas sin cuento que le iba oyendo a don Carlos excitaban su imaginación, y ya veía un mural en el que al lado izquierdo, el de los malvados condenados al Infierno, destacaría entre sus tropas la figura del usurpador monarca, capaz de desheredar a su propio hijo para mantenerse en el trono, y a la vertiente derecha, aquella prometida por Dios a quienes hayan de salvarse el día del Juicio Final, iría muy bien dispuesta la figura a caballo de don Carlos por delante de las de sus hombres, precisamente aquel mozo que ahora tenía delante, de semblante triste y gesto amable. Todo iría delimitado por las astas de las lanzas y las banderolas al viento y, en el panel central, en lo alto de un pequeño monte, iría pintado ese pueblo rodeado de trigales y de árboles del color de la esmeralda, cuyo nombre sonaba tan recio a los oídos acostumbrados al cantarín sonido de la lengua italiana: “Aybar”.

Sí. Sin duda aquella obra bien merecería que perdiera su precioso tiempo en complacer al viajero pintando el retrato de una mujer tan añorada, y pondría toda su pericia en juego para lograr que respondiese a la evocación que de ella le hizo el príncipe: una dama de cuello largo, pelo moreno y rizado recogido en una diadema de plata, de piel blanca, ojos azules y un lunar sobre los labios finos, pequeños y jugosos. No necesitaba más, pues había decidido pintar simplemente su rostro de perfil ante una ventana abierta desde la que pudiera verse el paisaje, pero dejó que Carlos fuese describiendo los pechos, el talle y otras partes de la anatomía femenina que un pintor conoce de sobra, porque no le pareció estar puesto en razón censurar los gozosos recuerdos que se graban en el corazón de los enamorados.

Y con esos datos y los que le había dado Carlos sobre aquella batalla tan lejana, se puso Paolo a hacer dibujos preparatorios que convirtiesen las letras en líneas y trazos, primero al carboncillo, y luego con los oleos mezclados de su paleta, que contenía muchos más colores que el arco iris que los días de lluvia y sol parecía coronar Santa María dei Fiore...

En una semana tuvo pintado el retrato de doña María, y quedó don Carlos tan impresionado cuando lo vio, que prometió al maestro que nunca se separaría de él. Y sabemos por su secretario, don Pedro de Sada, que así fue, y que incluso lo tenía delante cuando falleció en una sala del Palau Reial de Barcelona. Pero por él sabemos también que la mujer pintada por Uccello no guardaba parecido más que en los detalles más accesorios con doña María, pues él también la conocía y podía recordarla bien, y que eso no resultaba algo extraño en un artista que al fin y al cabo jamás la había visto en persona, pero que el príncipe debió percibir al primer vistazo esa falta de sintonía, y que si no dijo nada fue porque vio sin duda en aquel cuadro a la mujer ideal que encerraba en su semblante el de todas las demás, y que daba lo mismo que se pareciese o no a la modelo original, pues únicamente le importaba ya dedicar todo lo que le quedaba de vida a buscar a aquella dama, sabiendo que muy probablemente nunca podría encontrarla.

Se desconoce el paradero actual de ese retrato, y también el de la enigmática mujer que en él aparecía, pero probablemente todos tendremos una imagen de ella en la cabeza, y algunos hasta pueden tener más fortuna que don Carlos en su busqueda...

En cuanto al cuadro que reflejaba la batalla de Aybar, y que no aparece entre las posesiones del príncipe consignadas en su testamento, todo parece indicar que fue mandado quemar por su padre, perdiéndose así para siempre, por culpa de la necedad de un viejo rencoroso, la que hoy consideraríamos como la obra maestra de Paolo Uccello…


© Mikel Zuza Viniegra, 2010