sábado, 17 de abril de 2010

ROJO FUERTE ES EL COLOR...







Para que no quede duda alguna sobre mi total adscripción a la religión osasunista, procederé a contar una historia que empieza en agosto de 1439, porque hay equipos que trofeos no tendrán, pero historia… para dar y regalar, oigan....

En esa fecha, el barco que trae a la futura princesa de Viana, Agnes de Kleves, está a punto de atracar en el puerto de Bilbao, que como se empeñan en recordarnos en la documentación de Comptos, “está en la costa de Ypuzcoa”.

La reina doña Blanca ha dispuesto que una embajada, comandada por el prior de San Juan de Jerusalén en Navarra, don Johan de Beaumont, viaje hasta allí para acompañarla a ella y a su séquito hasta Navarra, donde los preparativos para la próxima boda hace tiempo que comenzaron.

El joven príncipe Carlos, con apenas 18 años, ansía conocer a su prometida antes de la boda, así que va haciéndose avisar puntualmente por sus mensajeros de por dónde para la comitiva, hasta que el 5 de septiembre no aguanta más y, lanzándose a los caminos (y comiendo en Arínzano, que hasta eso consigna la indiscreta cuenta), se presenta en Estella donde por fin podrá confirmar las infinitas gracias que le habían contado poseía doña Agnes.

La multitud ya se agolpa en la plaza de San Martín para ver pasar a la novia, así que don Carlos procede a cubrir su cabeza con la capucha de su hopalanda y a encaramarse a una de las ventanas de la rúa, asegurándose que desde allí pueda ver pasar al cortejo sin obstáculo ninguno.

Los atabales y ministriles señalan que la princesa ya llega, y así se dispone el regimiento de la ciudad a honrarla como a su futura señora natural. El cochero tasca el freno de los caballos, y de la carroza desciende una dama de contorno más que mediano, y con lo que al príncipe desde su altura parecen más que ciertas pilosidades en el rostro, cosa que disgusta de tal manera a don Carlos que casi se cae de la ventana. Pero a la dueña con aires de gorgona sucede de pronto otra damisela alta, rubia, y con una tal donosura en el rostro, que el navarro recupera rápidamente la compostura y secunda con fuerza los gritos de bienvenida que los estelleses lanzan a la germánica belleza.

Sin embargo, ahora que se fija bien, Carlos pasa de la alegría a la indignación en menos de lo que le cuesta a un caballo atravesar al galope el puente de Miluze. No porque la figura de Agnes tenga nada que envidiar a las de esas Venus de los griegos y romanos, pues incluso le recuerda vagamente a cierta real hembra con la que coincidió en una de las tabernas de Pellejerías; ni porque no parezca jovial y risueña, como de hecho se muestra saludando con su gentil mano a la concurrencia, sino porque adornando su niveo cuello, al príncipe le parece ver ondear un pañuelo rojiblanco, los colores del odiado rival…

Y en cuanto los viajeros son alojados en el palacio real, da don Carlos la orden a uno de los de su escolta para que vaya a requerir la presencia inmediata de don Johan de Beaumont, que entonces se entera finalmente de que el príncipe se halla en la vieja Lizarra de incógnito. Con mucha reverencia besa la mano de su señor, y le felicita calurosamente por la mujer que la fortuna le ha deparado. Pero el príncipe, llevándoselo a un aparte, le recrimina ásperamente:

-¿Quién ha permitido que doña Agnes porte los colores rojo y blanco, insignia de los odiados señores de Haro?

-Señor –balbucea el prior-, como la princesa se detuvo unas semanas en Bilbao, fue allí agasajada alguna tarde con justas y torneos que entretuvieran su espera. Como todos los ganadores entregaban su premio a vuestra futura esposa, es de suponer que alguno de los caballeros bilbainos habrá hecho lo propio con su pañuelo…

-¿Y no sabíais vos, sozoquete, que la que un día será reina de Navarra no puede llevar otros colores que no sean el rojo y el azul que sirvieron y sirven de librea a mis antepasados y a mí mismo?
Seguro estoy de que habrán intentado que alguno de los caballeros que iban con vos formara parte de sus filas…

-Pues ahora que lo decís, no andáis desencaminado, alteza, pues aunque los borgoñones del séquito de la princesa se ofrecieron para reforzarles, los de Bilbao les rechazaron diciendo que no era costumbre entre ellos aceptar tales ayudas, pero que podía entrar en la su filosofía, que por honrar a sus huéspedes se animaban a quebrantar, que los navarros que quisiesen pudiesen abrazar los colores rojiblancos. Yo, que supuse que tamaña impostura os disgustaría, prohibí a los de mi consejo que aceptasen, mas tengo oído que Pedro de la Chantrea y Martín de Cascante lucharon junto con ellos contra los alemanes, y que, si os sirve de consuelo, perdieron, pues parecen estos bilbaínos más fantasiosos que prudentes…

-Prometo que he de ajustar las cuentas a Pedro y a Martín... Quizás una temporada en el aljibe del castillo de Monreal aplaque sus ansias de abandonar a su equipo natural, que no puede ser otro que el que tiene su sede en la capital de mi reino y al que sólo nos falta bautizar con un nombre que dé miedo a los enemigos, y cause respeto en los adversarios…

Y entonces, un traicionero vientecillo que baja de las cumbres de Montejurra se mete en la nariz de don Carlos, que para continuar su discurso ha de emitir un fuerte estornudo.

-¡Osasuna, jauna! –responde con educación nobiliaria don Johan. Y en los ojos del príncipe brilla la convicción de haber recibido la inspiración divina.

-Por mi parte –continúa el prior-, habéis de tener por cierto que nunca más consentiré a ninguno de mis hombres que pongan su arrojo al servicio de otro color que no sea el rojo de Navarra, aunque sí que os pido dispensa para que yo, que he pasado mucho tiempo en Aquitania, pueda mantener mi fidelidad por el azul de los frailes Girondinos de Burdeos, pues siento honda devoción por el escapulario blanco de San Seurin que llevan sobre el pecho.

-Bien me parece vuestra solicitud, pues no en vano ya les derrotamos antaño en otra gloriosa ocasión, y creo que hasta mi abuelo les concedió, debido a la caballerosidad con la que habían justado, que pudiesen llevar bajo ese escapulario que decís el triple lazo, divisa de la familia real navarra.

-Lo sé, señor. Y bien que recuerdo aquel combate. Si no hubiera sido por el persa que tanta consistencia dio a vuestro plantel, el resultado habría sido sin duda muy diferente…

-Bien mirado, don Johan, puede que ahí resida la diferencia esencial entre los fanfarrones de Bilbao que me habéis contado y nuestro equipo: ellos no admiten a nadie en sus filas, y Navarra, cuando yo gobierne, ha de ser tierra de diversas gentes y costumbres, o yo dejaré de llamarme Carlos.

Y con la orden al prior de que explique a la princesa qué colores debe llevar a partir de ahora para que su corazón y el de su marido sean uno solo, se vuelve el príncipe a Olite, donde el 29 de septiembre de 1439 se celebra por fin la boda en Santa María. Y diz que don Carlos llevaba al cuello un pañuelo rojo, y que doña Agnes llevaba al suyo un pañuelo azul, y que el beso con el que ambos sellaron su unión al final de la ceremonia, parescióles a todos los asistentes una promesa de futuras hazañas, como esa misma tarde pudieron contemplar los que tuvieron la suerte de ver como el equipo rojo batía irremisiblemente al rojiblanco (invitado para tan fausta ocasión) en el palenque levantado para celebrar las justas con las que se celebraron tan magníficos esponsales...


© Mikel Zuza Viniegra, 2010